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Bitácora de viaje LI

 

 

Los prejuicios son la razón de los tontos”

Francois Marie Arouet, Voltaire

 

Cuenta el cuento, que Mateo, el colector de impuestos, por su trabajo, llevaba la contabilidad de Jesús y su grupo.  Cuentan que en aquella célebre cena de Pascua, comenzó a pasar lista de asistentes. Así fue llamando uno a uno y el aludido contestaba “presente”.  Juan, Santiago, Pedro, Bartolomé, Judas, el otro Judas, Simón, Tomás, Andrés, Felipe, el otro Santiago y el mismo Mateo y… sobraban dos; mesándose la barba, volvió a contar. Mismo resultado. ¿Quiénes eran esos dos ahí sentaditos y que por sus ropas y corte de cabello era más que evidente que no eran lugareños? Jesús estaba a punto de llegar y Mateo pretendía tener todo listo.

– ¿Quiénes son ustedes, pues? ¿Acaso ángeles? – Preguntó extrañado.  Uno de los dos forasteros, el mayor, con rostro grave respondió:

– Somos Tony Newman y Douglas Phillips, del proyecto Túnel del Tiempo.

Lo siento, no pude evitarlo; ese es un chiste que se contaba desde finales de los ‘60 y durante los ‘70 entre los amigos y en la sobremesa de Navidad cuando comenzaban a fluir los digestivos y aparecían los relatos irreverentes. Para las nuevas generaciones, se impone el contexto: El Túnel del Tiempo fue una serie de ciencia ficción (si acaso), que tuvo mucho éxito en México (aunque con la brevísima vida de una temporada) y contaba la historia de dos agentes norteamericanos perdidos “en el eterno laberinto del tiempo”.  Formaban parte de un proyecto ultrasecreto para estudiar el pasado y el futuro, pero un error en el sistema (para variar), provocaba que nunca pudieran volver a su época actual (mil novecientos sesenta y pico). Desde tiempos bíblicos (no, no fueron a los tiempos de Jesús), pasando por la Edad Media, la última batalla de Custer o proteger a un noble indígena perseguido por el sanguinario Cortés. Como entretenimiento, nos tenía a todos pegados al televisor, grandes y chicos cada semana por el canal 5.  Lo malo es que nuevamente, la transculturación norteamericana decidía que no tenía nada de malo hacerle cambios a la historia aquí y allá para darle ese toquecito dramático a pasajes que podrían ser un poco aburridos. Lo malo es que muchos crecimos tragándonos esas falacias. Hasta nuestros maestros de primaria llegaban a recomendar el programa. Como dijera la directora del departamento de Historia de la Universidad de Cambridge opinando sobre la película Apocalypto: “¿Quieres aprender historia? Mejor lee un libro”.  Todo obedecía (y obedece) a rendirle tributo al rating y no, como mencionan Mattelart y Dorfman, un intento del imperialismo para esculpir consciencias de los no alineados trastocando los hechos (Para leer al Pato Donald).  Aunque sí, hay quienes hacen y rehacen los hechos a pura conveniencia ideológica. De repente nos da por el maniqueísmo y el victimismo y el síndrome de los “pobrecitos conquistados”.

¿Más o menos a qué vamos?  Desde luego a inventarnos personajes históricos y sobrenaturales para inflamar el espíritu patriótico (o patriotero) del pueblo (lo que quiera significar con esa palabra tan etérea y dúctil).  Alguna vez platicamos sobre la reinvención de los Niños Héroes por parte del gobierno del presidente Miguel Alemán y todo para calmar los ánimos de quienes se molestaron por la ofrenda dejada en el Altar de la Patria por parte del presidente Truman conmemorando un siglo de la guerra entre los dos países vecinos. Como oportuna cortina de humo y providencialmente, se “encontraron” huesos en las faldas del Castillo de Chapultepec con las osamentas de los arriesgados jóvenes que ofrendaron su vida por defender su Colegio Militar; a partir de ahí, construyeron el mito. Algún día contaremos la historia a la luz de la arqueología, pero baste decir que lo que hallaron, ninguna correspondía a los cadetes. Sin embargo, el truco funcionó y hoy, nadie le presta mucha atención a los reclamos revisionistas. Sí fueron héroes, peeeeroooo…

Sí, pero, ¿y luego?

Parece nimio, ridículo, puramente anecdótico. Se puede quedar en un berrinche la no invitación al rey de España, Felipe VI por parte de quienes organizaron la toma de protesta de la primera presidenta constitucional de México. También podría quedar como pataleo la respuesta del gobierno ibérico que suena a “¿No invitas a su majestad? Tons no va nadie. ¡Jum!”   Podemos seguir con esa danza por siglos, como examigos chismosos, pero eso no abona al desarrollo intelectual, cultural, económico, político de los pueblos; más bien, nos atrasa. A mí lo que me preocupa es cómo insistimos en avivar la llama del resentimiento; crecer alimentados con rencores gratuitos. “Lo que ustedes le hicieron a mi pueblo”, se lamentaba un usuario mexicano de X peleándose con otro, presumiblemente madrileño, quien respondería…  ¿Ustedes? Mis antepasados se quedaron en España. ¿No habrán sido los tuyos?

No puedo estar más de acuerdo con quienes apuntan que lo más sensato habría sido escribir juntos, Iberoamérica y España, una hoja de ruta; hermanarnos en nuestras coincidencias y aceptar las barbaries de uno y otro lado. Pero no, el orgullo, el protagonismo, el culto a la personalidad pueden más. Montescos y Capuletos buscando una satisfacción al agravio.  Quinientos años después. Vanidad de Vanidades, escribe el Eclesiastés.  Pudiendo compartir tanto aprendizaje, tantos sonetos, tanta historia común, tantos chiles en nogada, vajilla de Talavera, mole poblano; tanto cultural e intelectualmente delicioso mestizaje. No. Lo mío es el rencor sin fundamentos, barato, falaz, transmitido, lo más grave, por los sistemas educativos nacionales y en la mesa del comedor. Seguimos, como Newman y Phillips, perdidos en nuestro laberinto del tiempo inventando la conquista de un país que entonces no existía…  por otro que tampoco.  ¿No les digo?

Iñaki Manero.

 

 

 

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