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BITÁCORA DE VIAJE LXIV

 

 

“La estupidez es una enfermedad extraordinaria; no es el enfermo el que la sufre, sino los demás”.

VOLTAIRE.

 

Millones de personas, de seres humanos, vivimos creyendo una mentira aparecida que ha formado parte del imaginario colectivo desde hace miles de años.  Comenzando por dar por cierta una historia sobre la creación del mundo que no es otra cosa sino la enésima versión de otros cuentos orientales. Tenemos por cierta una dicotomía en donde creemos en un creador que hizo al mundo tal cual lo conocemos hoy en seis días y sin embargo, vamos hacia adelante elaborando y comprobando a cada instante, la teoría evolutiva que nos habla de procesos, de momentos, de dolorosas extinciones y renacimientos en espacios extraordinariamente largos. Somos en verdad ambiguos. En esa parte del relato que confiere una naturaleza divina a nosotros y al resto de la naturaleza con la que compartimos el planeta, nos hemos comprado la historia de ser los reyes y la parte más alta de todo lo creado y por lo mismo, con derechos inalienables de explotar y usar el resto a nuestro propio gusto y conveniencia.  Como dijera mi compadre, “y así, no se puede”.

La tripulación, calenturienta, sedienta, hambrienta, en su vuelta por el inacabable continente que habían doblado hacía unos días no sin muchos esfuerzos debido a tempestades y olas monumentales, arribaron a una prometedora isla en la carrera por encontrar la ruta más rápida hacia los placeres que la compra y de ser posible, el expolio, de especias, podrían otorgarles como recompensa económica. Cuando llegaron a un pequeño archipiélago decidieron explorar la isla de mayor tamaño, en donde encontraron una suerte de pavos raros y francamente feos, pero con suficiente pechuga como para saciar el hambre de meses sobreviviendo a golpe de galletas y carne seca. Misma opinión tuvieron los holandeses (o neerlandeses, para los más exquisitos), que llegaron después y acompañados de sus mascotas y animales de granja: perros, gatos, ciervos, cerdos. Y no solo llegaron con hambre y compañía, sino con un nombre que se convertiría en símbolo de la estupidez humana en aras del progreso: dodo. Que por cierto, en portugués puede provenir de duodo, “loco, bobo” o del neerlandés dodaeres, “ave repugnante”.  De cualquier forma, este animal, único en la naturaleza, endémico de esa y de solo esa isla perdida en el Índico, además de comido, asesinado y exterminado en el nombre de sus majestades (al último lo mataron en 1681, apenas cien años de la llegada de los europeos), fue insultado y condenado a llevar un nombre con origen peyorativo. ¡Menuda!

Lamentablemente, las hazañas de los Reyes de la Creación no terminaron ahí. Y es que, influenciados por un cuento de hadas como el Génesis o no, el sentido de superioridad que otorga un cerebro más desarrollado nos ha convertido en el mayor depredador del reino animal (y vegetal).  De acuerdo con la UICN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza), desde principios del siglo XVI hasta la fecha, hay un registro de 777 a 873 extinciones por la mano del homo sapiens. Si nos vamos a la especulación informada, en los últimos 10 mil años, entre 10 mil y 100 mil especies. Creo que como cuidadores, nos quedó grande el encargo. Y ya mejor no los espanto con las estimaciones para los, apenas, próximos 50 años. No quiero amargarme más el domingo.

Hay muchos ejemplos en el mismo caso del dodo; los que casi fueron exterminados por deporte disparándoles desde un ferrocarril, como el bisonte americano, para el gusto de quienes querían vivir la experiencia del salvaje oeste, matando de pasada de hambre a los amerindios al quitarles su mayor fuente de proteína para el crudo invierno. Otros no tuvieron mejor suerte: el lobo de Tasmania o tilacino, con el mal fario de competir con los pastores de ovejas blancos o qué tal la paloma migratoria, que cubría el cielo en bandadas de millones apenas en el siglo XIX; la última de la especie, Martha, murió en el zoológico de Cincinnati en 1914. Si nos vamos a la prehistoria, nuestra voracidad provocó muy probablemente, junto con otro cambio climático, la desaparición del mamut y el mastodonte. Otra vez interviene mi compadre: “es que no tienen llenadera”. Dos preguntas a considerar: ¿es para siempre?  Y… ¿Es ético regresarlos?

En Parque Jurásico, los personajes de Crichton reflexionan sobre segundas oportunidades (aún sabiendo que esos dinosaurios no son exactamente “puros”, así como los lobos “prehistóricos”).  Estegosaurios, raptores, tiranosaurios, parasaurolophus, similares y conexos, dominaron la Tierra durante más de 250 millones de años.  Actividad volcánica y un asteroide dirimieron el asunto. Quienes estuvieran preparados para sobrevivir, heredarían el mundo y esos, fueron nuestros tataratataratatarataratarabuelos mamíferos más pequeños, termorreguladores, muy canijos.

Hoy, Colossal Biosciences, sin que tengamos muy claras sus intenciones, como segundo, tercer, etcétera actos, planea retrotraer al tilacino, al dodo, al mamut. ¿Para un parque de diversiones? ¿Para vender camisetas, tazas y peluches? ¿Derechos cinematográficos? De alguna manera tendrían que recuperar el costo monumental de años de investigación y ejecución de terapias y técnicas de edición genética.  La declaración políticamente correcta y buenaondita establece que están dispuestos a hacerlo para resarcir el daño que la estupidez humana provocó por la falta de visión y empatía con el medio ambiente y como una suerte de entrenamiento para garantizar que el tigre de bengala, el rinoceronte o tal vez nuestro ajolote no terminen en una enciclopedia electrónica. Los dinosaurios tuvieron su oportunidad y fueron desplazados por un cierto e incomprensible orden cósmico; muchos otros evolutivamente, no tenían por qué desaparecer; otra especie fuera de control selló su destino. ¿La compañía texana en el colmo del desacato, juega a ser Dios? O tal vez, se está tomando en serio el papel de reivindicador independientemente de las razones verdaderas detrás de la proeza casi bíblica. Por lo que hemos aprendido, lo que regresaría del olvido, decíamos, apenas sería un reflejo en el agua del original; un triste recuerdo. ¿Premio de consolación? Sin embargo, emocionado, mi niño interior de seis años no puede esperar los resultados. Confieso que estoy encaramado sobre la cerca, mirando de manera furtiva el gran show de la Creación 2.0.

Iñaki Manero

Escena poscrédito: De no haber caído el asteroide de Chicxulub, tal vez serían dinosaurios los que en este momento estarían tomando decisiones en el mundo; por ejemplo, legislando en un Congreso.  Aunque, esperen…

 

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