La Muerte Roja había devastado desde hace tiempo al país. Ninguna pestilencia había sido tan fatal, tan terrible…
…Pero el Príncipe Próspero era feliz e intrépido y sagaz. Cuando sus dominios fueron reducidos a la mitad, convocó ante su presencia a mil sanos y alegres amigos de entre los caballeros y damas de su corte para con ellos, retirarse a la profunda reclusión de uno de sus fortificados palacios…
La Máscara de la Muerte Roja (extractos)
– Edgar Allan Poe
Comenzaban a llegar inquietantes reportes desde el centro de China, en Wuhan; una ciudad con 11 millones de habitantes luego de cierto brote de una enfermedad infecciosa respiratoria. Los primeros indicios apuntaban al mercado mayorista de mariscos del sur de China en esa urbe. El 23 de enero de 2020, el gobierno del país decretó el confinamiento de la provincia de Hubei. Al momento de escribirte esto, se cumplen exactamente dos años y un día. Era motivo de interés para la OMS y aunque todavía no encendía alertas internacionales, ya se hablaba de la posibilidad de una rápida difusión a varios países gracias al aumento en las rutas aéreas y desde luego a esa globalización heredera de la competencia por hallar la ruta más rápida a la especiería entre las potencias europeas. Los despachos informativos daban a conocer los primeros países fuera del país asiático en presentar personas portadoras del enigmático nuevo jugador y los epidemiólogos hacían aproximaciones probabilísticas sobre cuándo llegaría a tal o cual lugar. A finales de febrero de 2020, ya era una realidad. Regresando al 23 de enero, China confirmaba la muerte de 18 personas. Francia revelaba entonces que su primer paciente había sido tratado desde el 27 de diciembre. Aún no había políticas públicas internacionales o criterios unificados sobre cómo ver, entender y tratar a este coronavirus; agente infeccioso de una familia estudiada y conocida; pariente de los rinovirus, los que nos producen resfriado común y lejano, pero pariente de los retrovirus, en cuya tristemente célebre familia, ocupa lugar especial el VIH, causante, si no se controla, de la destrucción del sistema inmunológico del ser humano y provocando un síndrome; conjunto de enfermedades que van, desde una neumonía difícil de quitar, pasando por tipos de cáncer de piel normalmente presentes en personas de la tercera edad, hasta diarreas por infecciones intestinales que un adulto de treinta años no debería tener. Finalmente, la conclusión de tanto espantajo, es, insisto, si no se reduce a tiempo la carga viral, el debilitamiento y la muerte. Sí, los virus y sus primos lejanos y cercanos son todo un show y un quebradero de cabeza. Imagina que hoy por hoy, los científicos todavía no se ponen de acuerdo si estas máquinas de fotocopiado de la naturaleza (porque técnicamente lo único que hacen al invadir una célula sana es hacer copias de sí mismos, variar y mutar y seguirse copiando) están o no vivas. Convivimos con millones de virus, adenovirus, retrovirus, coronavirus, todos los días. Nos los llevamos a la boca, a los ojos, a la nariz. Los respiramos cuando nos sentamos muy cerca del ventilador en el restaurante un tórrido día de verano y vienen de quien tosió en la mesa de junto y no tuvo o el tiempo o la educación para restringirlo a la parte interna de su codo o a providencial servilleta; los compartimos y se van navegando por esos fluidos que acostumbran compartir quienes se gustan; otros fueron el arma secreta que los conquistadores europeos nunca descubrieron hasta siglos después… En fin. Son conocedores de toda nuestra intimidad, pasiones y revoluciones. Algunos ni los sentimos, otros son pretexto para quedarse uno o dos días en cama viendo series; otros, diabólicamente adivinarán nuestro punto flaco y serán juez, jurado y verdugo.
Tan solo una breve recapitulación de hechos. No sería mi intención aburrirte con retrospectivas, cifras, datos, prospectivas. Pero siempre será sano refrescar la memoria para evitar pretextos aplicando el “no me enteré”, “nadie me dijo”, “toda la culpa es del gobierno”. De este último, no toda; es responsabilidad compartida. La voracidad política en busca de eternización ideológica encuentra en coyunturas como la actual un suculento manjar; un “anillo al dedo” para justificar lo mal hecho (o no hecho). Minimizar, esconder cifras, administrar vacunas y medicamentos para exhibirlos en el momento electoral justo. Querer invisibilizar las mentiras oficiales es como esconder gallinas en un maizal. Se podrán ocultar un momento, pero no tardan ellas mismas en delatarse. La mezcla entre errores y horrores oficiales y sociedad malacostumbrada a seguir las reglas, nos tiene en esta espiral descendente.
Las pandemias viven merced a la movilidad social. El clan, la horda, la manada, el rebaño, llevan consigo como hospederos, al minúsculo agente que en un principio retozará como tragón en un bufet. Hacia donde tire el grupo, ahí irá y seguro encontrará más y más hasta agotar posibilidades para, de repente, tarde o temprano, agotarlas y siguiendo fielmente su historia natural, se autodestruye o termina adaptándose a las circunstancias. Por eso, muchas veces, los auténticos especialistas sin sesgo advirtieron que esta pesadilla durará lo que la humanidad quiera que dure. El problema surge cuando el virus decide ser patógeno para seres que se rigen más por pasiones que por instintos de conservación. Y esas pasiones comandadas por una voluntad, polarizan, separan, segregan a pesar de ir en contra del bien común que podría conseguirse al final del día; lo único que traen es dolor y pérdidas irremplazables. Como el Príncipe Próspero del relato de Poe. Tarde o temprano, las leyes de la naturaleza abrirán esa puerta que la soberbia creyó infranqueable.
“Y la vida del reloj de ébano se fue con el último de los juerguistas. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y Obscuridad y Podredumbre y la Muerte Roja, dominaron sobre todas las cosas.”
Esta historia, continuará.
Iñaki Manero.
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