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Bitácora de viaje XXXVI

LA FRATERNIDAD ES UNA DE LAS MÁS BELLAS INVENCIONES DE LA HIPOCRESÍA SOCIAL.

– GUSTAVE  FLAUVERT

 

A más de tres kilómetros de profundidad, reposan (si es que irse desintegrando poco a poco es reposar) los restos de tremenda obra de ingeniería naval tan perfecta que ni Dios la hundiría.   Yo no dije eso, que conste.  La moraleja: No escupas para el cielo porque te mandan un iceberg en la madrugada. Perfecto ejemplo para ilustrar el pecado de soberbia versión 1912.  Mil quinientas personas, más o menos, son parte de la composta marina que ha contribuido al ecosistema abisal del Atlántico norte, muy cerca de Canadá.  ¿Hizo la muerte distingos?  No para quienes no llegaron a los botes salvavidas, menos de  los necesarios para que todo mundo tuviera un lugar y una oportunidad.  La historia y la magnífica recreación que hizo James Cameron de la tragedia (el resto una telenovela que vale la pena chutarse por la belleza técnica con que está ambientado el filme), nos cuentan escenas en donde bailan la mayoría de las pasiones humanas. Se documentaron actos que representan fielmente la flema inglesa como la decisión de la banda de música que siguió tocando mientras algunos pasajeros se mataban por encontrar un lugar en los botes. Escenas de estulticia, como el no considerar la presencia de masas de hielo desprendidas del Ártico los últimos días de la primavera boreal o escenas de amor decimonónico, como la del acaudalado empresario Isidor Straus que optó por quedarse en la cama abrazando a su esposa esperando el toque helado de la muerte; más bien la decisión fue de ella, porque sabiendo que por ser mujer de primera clase tenía asegurado el espacio en el bote, no quiso abandonar al amor de su vida (aunque Isidor, por su condición de acaudalado empresario, fácilmente habría negociado un sitio y salvarse también).  Por cierto, los Straus fueron los fundadores de la famosa y exclusiva tienda Macy´s, en Nueva York; la que organiza los tradicionales desfiles con globos cada día de Acción de Gracias.

El Titanic se fue a pique por, decíamos, la soberbia y sin ser la peor tragedia marítima de la historia (ese sitio lo ocupa sin discusión el hundimiento del buque alemán de pasajeros Wilhelm Gustloff, torpedeado por un submarino ruso en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial; 9343 personas, la mayoría refugiados y heridos, mujeres, infantes, personas de la tercera edad, perecieron  en las gélidas aguas), sí se convirtió en paradigma y en estrella de la cultura pop internacional. Para contar la historia por enésima vez, el cineasta James Cameron bajó en repetidas ocasiones (en total, más de treinta) hasta el abismo para obtener de primera mano filmaciones y datos lo más alejados de la fantasía posible y recrear, con algunas licencias literarias y cinematográficas, la lírica y la épica; tal vez el insumergible de la White Star Line podría representar un presagio de que el siglo XX remodelaría el rostro del mundo.

Dejemos a Cameron, quien confesó a Playboy que hizo la película para pagar sus aventuras submarinas y…  corte a…  2023, un quinteto se sumerge en el Atlántico norte dentro de un batiscafo llamado Titán.  El nombre no solo nos debe referir a los mitos griegos, sino a algo más escalofriante; acérquense al fuego y lean:  se publica la novela Futility de un marino norteamericano con prurito de escritor llamado Morgan Robertson (a quien algunos también le atribuyen la invención del periscopio).  En el relato, se narran las aventuras del héroe John Lee Rowland, borracho exteniente de la marina de los Estados Unidos y su odisea a bordo del trasatlántico Titán, de su escape del barco luego de que éste chocara contra un iceberg salvando también la vida de una niña mientras brinca a un témpano de hielo frente a las costas de Terranova, en Canadá. No sé por qué en mi particular casting para la película que nunca haré de la novela, me viene a la cabeza Bruce Willis para el personaje principal. En fin. Titán era considerado insumergible y la mayoría de las muertes se producen por la falta de botes salvavidas.  Futility se escribió en 1898, plagado de semejanzas con el infortunio que ocurriría 14 años después casi en el mismo sitio y en condiciones parecidas.  Ambos barcos, comenzando por el nombre, guardaban similitudes asombrosas en circunstancias y medidas. Dejemos las hipótesis para otra ventanilla.  Volvamos al domingo 18 de junio pasado y la expedición del otro Titán, el sumergible de 6.7 metros de longitud operado por la empresa Ocean Gate manejado por el piloto desde adentro con un… control de videojuegos.  Unos minutos después de la inmersión rumbo a los restos del histórico Titanic, se perdió para siempre la comunicación con Titán.  Hallazgos cerca de su pretendido lugar de destino fueron identificados como parte del batiscafo. La historia a priori: Titán implosionó destruido por la presión oceanica a más de tres kilómetros de profundidad.  Los tres pasajeros y dos tripulantes, en un acto misericordioso de la física, tal vez nunca se enteraron de lo que les sucedió.

¿Qué tiene que ver la frase de Flaubert con lo que malamente he comentado? Tal vez se pregunten mis amigos a quienes espero entretener lo suficiente como para amablemente haber buceado entre letras y párrafos hasta aquí.  Mientras el mundo estuvo horas en vilo, unos expectantes, otros angustiados, otros creando memes de comicidad culposa y los medios masivos de comunicación nos frotábamos las manos con una historia que, terminara como terminara, era una bomba informativa para llenar horas y horas de contenido, miles de millas náuticas hacia el este, en otro mar, en otro contexto, quinientas personas, mujeres, niños, hombres, eran dados por ahogados en tal vez la peor tragedia de que se tiene registro en la historia de la migración humana. No eran turistas que pagaron un cuarto de millón de dólares cada uno por vivir la gran aventura abisal; eran seres humanos que escapaban de la pobreza, la violencia, la locura. Almas desesperadas jugándose la última carta para aspirar a que su familia tuviera un mejor presente y no un inconcebible futuro, obscuro como el fondo del Tirreno, cerca de la costa de Grecia. Pero pudo ser en el Bravo o en el desierto de Sonora o en el fraticida paralelo 38 entre las dos coreas.   Y honestamente, ¿a qué caso se le dio mayor cobertura y qué nota abrió más el apetito de una hambrienta opinión pública?  Tal vez Netflix o cualquier otra gran plataforma de entretenimiento con la versión dramatizada nos regale una respuesta y eso, será lo que esté más cerca o más lejos de nuestros corazones. ¿A cuántas brazas de profundidad perdemos la luz?

Iñaki Manero.

 

 

 

Iñaki Manero
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