Con el inicio de nuevas administraciones en Cancún, y en muchas otras partes del país, así como la llegada de la primera presidenta de México, se abre un capítulo lleno de expectativas y desafíos. Todos los ojos están puestos en cómo estos líderes enfrentarán problemas acuciantes que han sido históricamente postergados; uno de los más críticos es la cultura de la prevención ante desastres naturales.
La reciente temporada de tormentas y huracanes ha dejado al descubierto las vulnerabilidades de nuestras ciudades. En Cancún, una lluvia ligera es suficiente para convertir calles en lagunas, mientras que en Acapulco, la tragedia de derrumbes y anegaciones ha destruido vidas y hogares, dejando a miles de familias en la indefensión. En estos momentos de crisis, la falta de infraestructura adecuada y la planificación urbana efectiva se convierten en los peores enemigos de la ciudadanía.
Las nuevas administraciones tienen ante sí la responsabilidad de no sólo reaccionar ante los desastres, sino de prevenirlos. Es fundamental que el enfoque no sea únicamente la respuesta inmediata, sino que se centren en crear condiciones que minimicen los riesgos. Esto implica un compromiso real con la planificación urbana ordenada, donde se eviten asentamientos en zonas vulnerables y se priorice la construcción de infraestructura resistente.
La importancia de esto no puede subestimarse. En un país donde los fenómenos naturales son una realidad constante, las autoridades deben destinar recursos de manera inteligente y proactiva. Las obras deben ser integrales y sostenibles, no meras soluciones temporales y obras de relumbrón para la foto. Necesitamos un mantenimiento constante y una visión a largo plazo que garantice que nuestras ciudades no colapsen ante la siguiente tormenta.
Es un llamado a la acción para nuestros nuevos gobernantes: que no se dejen llevar por la inercia de lo superficial, sino que realmente escuchen las necesidades de la población. Los ciudadanos están cansados de ver cómo, tras cada desastre, surgen promesas vacías que no se materializan en cambios reales. Lo que se necesita es un plan de acción claro, que contemple no solo la infraestructura, sino también la educación en la cultura de prevención, donde cada familia esté preparada y consciente de cómo actuar ante un eventual desastre.
Además, es crucial que se establezcan mecanismos de rendición de cuentas y transparencia en la gestión de recursos. Los ciudadanos merecen saber cómo se están utilizando los fondos destinados a prevención y mitigación. Solo así se podrá reconstruir la confianza en las autoridades y se fomentará una colaboración efectiva entre gobierno y sociedad.
Por el bien de todos, esperamos que esta sea la era en que se marque una diferencia en este sentido. La esperanza está en nuestras manos, y es momento de transformarla en acción.
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