Hace unos días tuve la oportunidad de pasar un fin de semana en Mérida y Chichén Itzá con tres propósitos fundamentales: el primero, que mis hijos vieran a su abuelo, mi suegro, a quien le tengo gran cariño y que está muy próximo a llegar a los 80 años; lo segundo, convivir en familia con mis hijos a quienes vemos poco, pues estudian sus carreras universitarias fuera de Cancún, y aunque estén de vacaciones prácticamente hay que secuestrar a los jóvenes para tener un poco de convivencia con ellos, y el tercero era gozar de un poco de descanso y relajación, que eventualmente hace mucha falta.
Afortunadamente se lograron los tres objetivos satisfactoriamente. Dimos a don Jaime la satisfacción de ver a sus muy creciditos nietos y pasamos un rato muy agradable con él y la familia en el marco del malecón de Progreso.
Con mis hijos logramos el tan necesario contacto familiar, la charla profunda, la reflexión sobre pasado, presente y futuro y ese acercamiento que sólo se puede dar eventualmente cuando estás atrapado en algún hotel sin ruido y sin prisas. Y finalmente obtuvimos descanso y relax para regresar con redoblados bríos al quehacer cotidiano.
Regresar a Yucatán siempre es placentero y reconfortante. La calidez de su gente, los platillos típicos de esa cocina ancestral, llenos de calorías, sus paisajes, sus rincones, y esa tan orgullosa manera de ser de los yucatecos forman parte del producto turístico y del encanto de Yucatán.
Tan cerca de Cancún, a sólo 350 kilómetros, es decir tres o cuatro horas de viaje, pero tan lejos en sus costumbres, en sus tradiciones y en la estupenda manera en la que han desarrollado productos turísticos y calidad de vida en ese estado.
Ir por la carretera libre a Mérida, por ejemplo, pasando por los pueblitos de Yucatán, es una delicia. Las sinuosas ciclovías y andadores rojos a la orilla de la carretera me dan una envidia indescriptible, y las decenas de jardines e invernaderos también a la orilla de la carretera son irresistibles para mi mujer que, dicho sea de paso, de un tiempo a esta parte se dedica a la jardinería.
En Mérida me sorprendió el tremendo despliegue de seguridad que hay a toda hora y en todas partes. No hay rincón en el que no haya policías a la vista y ni qué decir de Progreso, perfectamente resguardado, vigilado y seguro. Los jóvenes, que no pierden oportunidad, se lanzaron a tremenda fiesta en las playas de Chicxulub con la música a todo lo que da, y se sorprendieron cuando les informaron que el escándalo se acaba a las 3:00 a.m., nada de continuar desenfrenadamente hasta la mañana. Como les digo, tan cerca y tan lejos. Y por supuesto, operativos de alcoholímetro a todo rigor y por todas partes, no hay manera de evitarlos.
De regreso teníamos prevista una parada de relajación total en Chichén Itzá, que comenzó con una deliciosa cochinita pibil acompañada de algunos tequilas en el precioso restaurante Pueblo Maya, en donde me deleité con Pato de Regil, recordando viejas anécdotas de cuando teníamos 27 años… Ufff.
Pero la sorpresa mayor para la familia fue el alojamiento en el fabuloso y mágico Hotel Mayaland. Los bungalows ubicados prácticamente en medio de la selva y con piscinas privadas son sin lugar a dudas de las mejores propuestas de alojamiento que hay en el mundo. Amplios jardines en perfecto estado, cientos de palmeras y plantas exóticas, antiguos corredores del tipo Hacienda Yucateca, obras de arte y un extraordinario servicio hacen de ésta una experiencia única, difícil de olvidar y desde luego altamente recomendable.
Imperdonable sería el no mencionar que este mágico hotel está prácticamente dentro del sitio arqueológico de Chichén, una de las nuevas siete maravillas del mundo, lo que le da a la visita un valor agregado que no tiene precio.
Imaginen mis ocho lectores en ésta y otras latitudes, tomar un whisky, fumar un puro y contemplar desde una terraza del hotel el Antiguo Observatorio Maya durante el atardecer; pues eso es posible, y me di el lujo de hacerlo en Mayaland.
Parte de la puesta en valor y desarrollo de producto de esta sofisticada oferta incluye un planetario con un imperdible espectáculo de luces y una tecnología realmente vanguardista, un museo del chocolate y una muy aceptable experiencia de compras.
No puedo dejar de contarles nuestra ocurrencia de llevar a los muchachos a comer poc chuc a Kahua. En el hotel nos habrán visto como un grupito de locos, salir de tan magnífica instalación en la que por supuesto se sirve también poc chuc (bistec asado de puerco con naranja agria, para los que no sepan), para ir a un pueblo a diez kilómetros que no ofrece ninguna comodidad a los exigentes gourmets, pues sonaba ilógico por decir lo menos. Pero ya saben mis ocho lectores que los mexicanos, algunos, tenemos ese extraño gusto por descubrir cosas raras y comer en los más limitados “changarros” (chiringuitos en España), cuando la comida es buena.
Kahua es un pequeñísimo pueblo yucateco famoso por su poc chuc servido en fondas que llevan por nombre “La Tía”, “La original Tía”, “Esta es la auténtica Tía” y así por delante.
Así que visitamos a la que dicen es la única, verdadera y original tía, esa que se ubica frente al puesto de “cocos fríos”, y en donde el poc chuc y las tortillas hechas a mano se están haciendo de rodillas frente al comal.
Eso sí, llevaba cargando mi botellita de vino tinto infaltable para acompañar una buena comida. Si va por Yucatán lo invito a copiar esta experiencia, con la paciencia que requiere soportar algunas moscas y la falta de un baño en condiciones, pero el poc chuc, las tortillas artesanales y los frijoles negros son inigualables.
De regreso al mundo real y sofisticado del Hotel Mayland, me esperaba el atardecer y un habano para terminar de disfrutar la tarde.
Yucatán tiene cosas y lugares mágicos y siempre me trae muy buenos recuerdos. Hay mucho por hacer aún en materia turística, desarrollo de productos segmentados y desde luego en promoción y marketing, pero es sin duda una experiencia muy recomendable.
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- Presidente del centro de atención de salud mental y prevención de adicciones "Vital"
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