“La violencia sólo puede ser disimulada por una mentira, y la mentira sólo puede ser mantenida por la violencia”.
Aleksandr Seolzhenitsyn
La tarde era agradable, aunque bochornosa; en un taxi con las ventanas abiertas, intentaba aprovechar los escasos vientos que nos administraba el océano, a unos kilómetros de distancia para sentir alivio en mi trayecto hacia el hotel. Había dejado la sobremesa de una comida en donde no faltaron los famosos tacos Gobernador (tortilla de maíz, camarón, queso, chile poblano o sus variedades), bautizados así en honor de quien fuera mandamás del estado, Francisco Labastida Ochoa y creación del chef del restaurante Los Arcos; delicia culinaria ahora patrimonio de Mazatlán y en general de la gastronomía sinaloense. Fue precisamente en Culiacán, la capital, en donde mi taxi estaba detenido en un atorón de tránsito que abonó con lo suyo al calor. Los tacos, un pegue de sotol y un par de cervezas Pacífico (es un insulto para los culichis pedir de otra marca, ojo), me tenían en ese estado de sopor somnoliento que algún lama despistado habría podido confundir con mi ingreso a cierta consciencia expandida. El sol iniciaba su lenta despedida y el taxista miraba a un lado y al otro, como queriendo encontrar la respuesta a no sé qué pregunta existencial. La verdad, buscaba un atajo.
– ¿Trae prisa? – Me pregunta con el ritmo de la resignación.
– Nomás el calor. No se preocupe. Sirve que voy conociendo la ciudad.
– No hay mucho que conocer. – Lo dice con risita socarrona. – Pero qué bueno que para ser chilango lo toma con calma. (No reaccioné al comentario. Nunca discuto cuando el peso de un argumento es tan lapidario). Decidí cambiar el tema.
– ¿Siempre es así el tráfico de Culiacán a esta hora?
– Depende de dónde haya sido el muertito. – Respondió con la tranquilidad de quien está hablando de alguna trivialidad como la genética de la vainilla. Si llegó a ver mi expresión por su espejo retrovisor, seguro le hice la tarde.
– ¿Perdón? – Por un momento pensé que se trataba de algún localismo para llamar a cualquiera que hubiera sido la causa del tráfico.
– El muerto, el asesinado. El de hoy fue por aquí cerca.
Y tenía razón. Según fuimos avanzando, ya veíamos las torretas de las patrullas de la municipal y escuchábamos sirenas cerca. La presencia de policías, que aburridos meneaban la mano apurando el paso, como si echaran aire sobre la carne asada, era evidencia de que en algún momento veríamos la causa. Y efectivamente, ahí estaba, sin entrar en más detalles, cubierto por la sábana de rigor y escoltado piadosamente por una veladora que algún vecino tuvo a bien colocar.
– ¿Eso es muy común aquí? – Preguntó el metiche comunicador intentando mostrarme de una pieza.
– Pueeeeees… dos, a veces tres. El mes pasado tuvimos cinco en un sábado. – El hombre era de pocas palabras, pero no, el tema no le incomodaba. Como si hablara de cuántas cajas de jitomate cosechó su compadre la temporada anterior.
Descendí del auto, agradecí al conductor; le deseé un muy buen camino. Me encerré en mi habitación del hotel y guardé, en el cajón de la desesperanza, todo lo que aprendí en una hora de tráfico complicado debido a… “un muertito; el del día”.
Eso fue hace más de diez años; antes de los abrazos y balazos del bienestar; antes de Rocha Moya, de las dos muertes de Héctor Cuén, del regañado Ken Salazar, de …y dónde está el piloto, de “¿y por qué Estados Unidos no ha compartido información?”. De “lo que pasa en Sinaloa es porque se llevaron al Mayo…”
Más de 200 personas asesinadas, 250 secuestradas, 31 ya fueron encontradas muertas desde el 9 de septiembre. Comercios saqueados, economía arruinada; ya se habla de migración forzada. ¿Adónde? El 70 por ciento del territorio nacional tiene presencia de cuando menos dos grupos antagónicos del crimen organizado peleando la plaza. En Michoacán, miembros del Ejército y Guardia Nacional son atormentados con minas explosivas y correteados con drones. En el momento de escribir estas líneas, otra periodista (la segunda en esta semana), es asesinada. Esta vez en Colima. A un mes de la actual administración, se registra un promedio de 70 homicidios al día.
Darwin escribió sobre la adaptación de un organismo al medio ambiente y a los cambios de éste. La capacidad de seguir adelante y modificar hábitos y patrones con el fin de prevalecer. En sus 4,500 millones de años, la vida ha comprobado la hipótesis al pie de la letra. A pesar de todo, todavía hay confirmación de que algo todavía se mueve, vuela, nada o se arrastra. O simplemente, cumple funciones de acuerdo con la definición de bios en este joven, pero achacoso planeta. En términos darwinianos, esta demencial normalización de nuestro horror cotidiano que no existía hace 50 años (por las causas que quieras), es producto del instinto de conservación. Si luego de tirarte al suelo porque al lado de tu casa se desató un tiroteo y luego del susto, prendes la tele, destapas una cerveza y haces corajes porque las Chivas volvieron a perder, es porque perteneces a una especie que hace 200 mil años se volvió migrante y ha pasado por todo. Desde no acabar en la merienda de un tigre dientes de sable, hasta escapar por un pelo de dos sicarios en moto que dispararon hacia la taquería en donde estabas cenando esa noche, de regreso del trabajo. Somos duros. Hoy le llaman “resiliencia”. Nos aferramos a la vida como Kate Winslet a su tablita en Titanic. Algunos se hundirán, eso sí. Pero habrá quien cuente la historia a la luz de la fogata.
Cuando, torpemente, alguien le preguntó a Stevie Wonder, invidente de nacimiento, qué veía siendo ciego, el gran músico de Michigan, subiendo los hombros, respondió “simplemente, no veo”. El no tener punto de comparación, facilita normalizar una realidad. Cuanto más has vivido, identificando cada México que te ha tocado, menos te resignas a esa normalización. Lo siento, pero éste, no es el México en el que me quiero despertar cada mañana. Pensando como los personajes distópicos de Orwell y Bradbury, ¿será el país al que nos quieren acostumbrar hasta el punto de seguir con nuestras vidas en una cotidianidad patética? ¿Y por qué me acuerdo de un tal Goebbels?
No puedo evitar acordarme del taxista de Culiacán. Y eso fue hace más de diez años.
Iñaki Manero.
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