“Nada los va a parar en búsqueda de sus sueños. se merecen todos y cada uno de sus éxitos”.
– MICHELLE OBAMA.
Me dolían hasta las pestañas. Habíamos caminado varios kilómetros desde donde cruzó la camioneta del gobierno de los Estados Unidos, hasta el Fuerte de Cochisse County, nunca perdiendo la pista del “otro lado”, de casa. Terreno agreste, la temperatura mortal de casi 45 grados celsius estaba bajando rápidamente; casi sincronizada con la forma en que el sol norteño o sureño, depende de dónde vengas, se iba escondiendo en un macizo montañoso imposible, casi pintado por algún escenógrafo. Y es que, efectivamente, para distraer la mente del cansancio, las piedras, las advertencias de nuestro guía, sobre no salir de la vereda y estar atento a cualquier ruido que se asemejara a una caja de cerillos moviéndose a gran velocidad (gran comparación; nunca se me habría ocurrido que hacen el mismo ruido las serpientes de cascabel), mi cerebro identificaba locaciones para mi próxima gran película de Western que jamás haría y por la cual ganaría carretadas de dólares que nunca vería y la noche del estreno en algún cine de Phoenix, con alfombra roja, caballo apaloosa y toda la cosa. Sí, la insolación ya comenzaba a afectarme. No, no estaba cumpliendo una “manda”, ni soy flagelante dominico; si algo me ha enseñado esta profesión, combinada con alguna muy lejana preparación teatral, es intentar conocer no solo las motivaciones del personaje a reseñar, sino convertirme en sus ojos, sus oídos, su sed, su miseria, su proceso mental. Aunque, honestamente, sería imposible hacerlo del todo. Lo que un migrante va cargando sobre sus hombros, puede sobrepasar y con mucho, la fantasía bíblica de cualquier aspirante al martirologio. Para ese reportaje, dejé muchos kilómetros atrás a mi hijo y a su madre. En casa. Los extrañaba. Sé que me reuniría con ellos en unos días al terminar la misión. Ellos, los viajeros sin opción, no. Ellos no tienen certeza de nada.
El hueso blanquedo, perfectamente limpio por los depredadores y las hormigas, brillaba con los últimos rayos de sol. En este caso, pertenecía a una vaca perdida de algún rancho cercano. Pero bien pudo haber sido (y es que los hay, muchos), de quien era hijo o hija de alguien, padre o madre de alguien, pareja de alguien. Hoy son huesos de alguien buscados por quien o quienes quieren darle certeza a su dolor. Un héroe desconocido que salió a morir por su familia cuando no había nada más que perder.
Atrás, en el Sásabe, a mitad del calcinante desierto de Sonora, en Sonora, el grupo Beta del Instituto Nacional de Migración, había rescatado a una mujer de unos cuarenta años, deshidratada, punzada por la brava flora local y ya rodeada y a punto de ser devorada por un grupo de coyotes. Apenas nos pudo balbucear su nombre: Sara. Venía de un grupo de nayaritas y el pollero la engañó diciéndole que caminara unos kilómetros hacia el norte y ahí estaba Los Ángeles en donde ella se reuniría con su primo Gabino, que le daría trabajo en una lavandería de chinos. Sus compañeros de odisea jalaron para otro lado. Sara creyó en los traficantes de seres humanos; de no ser por el providencial rescate, habría sido parte de la estadística o tal vez no. Es difícil decir cuántas víctimas de la invisibilidad política siguen aguardando una justicia que no se nutre de puras promesas.
Es 2004 entre Sonora y Arizona y ya en el Fuerte Cochisse del ejército de los Estados Unidos compartido con la Border Patrol. Está anocheciendo y me acerco al filo de una cuneta que ahí, es todo lo que separa a ese país de México. Qué fácil habría sido brincar, sin mucho esfuerzo hasta el otro lado y sentir que ya estaba en casa. Pero, ¿de verdad hubiera estado en casa? A lo lejos, Douglas y su ciudad hermana fronteriza Agua Prieta, ya empezaban a encender sus luces, como cocuyos estáticos, detenidos en una fracción de tiempo. Bill, el guardia fronterizo del Homeland Security, responsable de nuestro grupo de periodistas, me llamó en voz baja, en tono tranquilizante pero firme. Me pedía que me retirara de ahí despacio… muy despacio caminando hacia atrás sin perder la vista de los huizachales que adornaban aquí y allá la planicie mexicana. No quise preguntar el porqué de la interrupción en mi momento de reflexión sociológica. “Te están viendo. Son cinco y vienen armados”, me dijo el pelirrojo expolicía de Chicago en un casi perfecto español. “Son polleros. O narcos. O ambos. Go figure. Los tenemos detectados desde hace unos minutos”. “La semana pasada nos hirieron a un compañero nada más por pararse a fumar un cigarro cerquita de donde estabas; nunca te acerques así a la frontera. Esos no respetan ni a sus paisanos. Ten cuidado, bro.”
Es casi la misma hora, 18:56, pero de un miércoles de febrero de 2025. Y descubro que casi automáticamente he redactado lo anterior dejando libre la memoria. Hoy las cosas en esas dos realidades no han cambiado mucho. El narco se ha vuelto más virulento y los Estados Unidos han endurecido su política migratoria como lo hicieron en 2004, unos años después de los atentados del 11 de septiembre. Vicente Fox recordará en su rancho de San Francisco del Rincón, tal vez con mucho coraje, cómo los actos terroristas detuvieron lo que habría sido el acuerdo migratorio del milenio con el presidente George W. Bush, y al contrario, catapultó la realidad fronteriza a niveles de control hacia los migrantes latinos como pocas veces se había visto desde la Segunda Guerra Mundial. Como dijera el enorme y siempre citable hasta el plagio Mark Twain: La historia no se repite, pero a menudo rima. Me queda la pregunta que no abandona mi cerebro desde hace más de veinte años. ¿Quién es el enemigo? ¿Las políticas de qué país orillaron a tanta gente buena a abandonar su tierra, su familia, sus muertos, sus tradiciones para vivir una novela de terror en donde quienes deberían cuidarte te exprimen, te atracan, te violan y te dejan a merced del sol y los carroñeros de cuatro y dos patas? Y encima te urgen a que mantengas la economía con el dinero que hipotéticamente mandarías, claro, en caso de que sobrevivas y pases las pruebas como el héroe griego en los infiernos. Pero no te preocupes; ahora que el malvado gobierno gringo te repatrie, te daremos atención médica, dos mil pesos y te buscaremos una chamba bien remunerada. El paisano que corta el césped en una mansión de Beverly Hills, levanta la ceja al escucharlo y piensa… “Ah, chingá. ¿Y por qué no lo hicieron antes de que me viniera para acá?”
Iñaki Manero.