“Con el puño no se puede intercambiar un apretón de manos”
Indira Gandhi
El trabajo reporteril inicia desde la calle. Al llegar, al desembarcar, al aterrizar. Cuando comienza tu llegada a un país en donde tendrá lugar un evento que bien podría cambiar el mundo como lo conocemos. Luego de los trámites aeroportuarios de rigor, había que abordar el taxi conducido por un bondadoso y tolerante paquistaní – cosa rara, en esta ciudad son famosos por manejar de manera agresiva utilizando las bocinas y las maldiciones como mantra protector – que me indicó sorpresas sobre el hotel en el cual me hospedaría. Era domingo de maratón. El maratón de Nueva York con más de 50 mil atletas de muchas regiones del mundo – sobre todo franceses, canadienses, africanos – que, terminando la prueba, se abrigaban con un poncho térmico color naranja. Identificables en toda la zona del Midtown en la Gran Manzana. Aproveché para tomarles algunas impresiones sobre la prueba y enviarlas, todo en un tris, a la redacción para mis compañeros de la nota deportiva. Decía Mark Twain (creo), que la fortuna te debe encontrar ocupado. Mencionaba que la mejor forma de reportear es callejear; así te familiarizas con los olores, colores, texturas, voces, arquitecturas. La ciudad no es desconocida para mí. La he visitado muchas veces y para mi disgusto, todas, salvo una, han sido por motivo de trabajo. Pero eso no evita que cada vez me reencuentre con una vieja conocida que constantemente cambia en la forma, tal vez no tanto en el fondo. Sin embargo, las formas, por fuerza de costumbre, terminan, como la humedad, permeando al resto. Nueva York contemporáneo, podría considerarlo pre y post Giuliani. He conocido ambas versiones y el post, post Giuliani que en esta ocasión, noviembre de 2024, se presentaba ante mí, a dos días del Super Tuesday, el día de las elecciones federales en la Unión Americana, la ciudad, la Babel de Hierro, como le llamaba mi padre, era de la misma gente con prisa, de ida y vuelta, de claxonazos y maldiciones, de olor a pizza, café recién hecho, donas y… marihuana. Algo novedoso luego de que el estado se declarara en libertad de consumir para uso recreacional y medicinal la hierba vaciladora. Pero el otro extremo de bajar los índices delictivos de la ciudad hasta convertirla en una de las más seguras del mundo en donde caminar se volvió más que disfrutable, fue el libertinaje del espectáculo grotesco a plena luz del día con gente adicta vomitando sobre el asfalto a la hora del desayuno. Todo un caldo de cultivo en un momento tenso en donde por voto indirecto, los norteamericanos elegirían en unas horas si querían seguir con tirios o regresar a troyanos.
No había más que preguntar. Y como a eso nos dedicamos, se debe perder el pudor e intentar socializar. El sistema electoral de los Estados Unidos permite hacer encuestas en cualquier momento. Incluso saliendo del centro de votación el mero día. Si me preguntan, la veda electora me parece ridícula y el financiamiento público a los partidos, ya de pasada, también. Creo que es la única ventaja que le veo al sistema gringo por encima del nuestro; es el único país demócrata que elige a sus gobernantes por el método de colegios electorales. Ellos sabrán. Caminando por la 41, en donde saludé al edificio de The New York Times, periódico por cierto con tendencia Demócrata, me dirigí al este, rumbo al colorido Times Square. Solo unos pasos y el gruñido de la tripa. A mi izquierda se erigía El Tortazo. Había visto muchas cosas en Manhattan, pero nunca una tortería. Vería más. Influencia de la potente e infinita migración latina. En paréntesis les diré que devoré la mejor torta cubana de la historia y miren que soy tortista. Ahí supe que la empresa había sido fundada por un antropólogo norteamericano que vino a México a estudiar, sobre todo, cómo hacer una torta estilo chilango como Dios manda. Y sí, lo logró. Luego de felicitar y casi besar al chef, pude grabar impresiones de los meseros mexicoamericanos, la gerente rubia anglosajona y… dos comensales indígenas mayas de Guatemala. Y ahí comenzaron las sorpresas. Ante la pregunta obligada, ¿Harris o Trump? , y por supuesto intentaba conocer más que nada la opinión de los latinos no naturalizados con o sin permiso (encontré a varios de esto último pero nunca quisieron responder a nada, ni siquiera una muchacha poblana que vendía tamales en un carrito frente al consulado mexicano), “Trump”, me comentó la mayoría, ocho de cada diez. Bien decía mi madre que los viajes ilustran y también desengañan.
Los resultados que llegaron luego de las votaciones del martes, que se decía tendríamos que esperar tal vez hasta el viernes para lograr apreciar una tendencia en los comicios, “los más apretados en la historia reciente de los Estados Unidos”, fue un devastador, lapidario, humillante desgajamiento de montaña para quienes tenían todas sus esperanzas puestas en que una mujer ocupara la Sala Oval por primera vez en los más de 200 años de historia de los vecinos. El voto del medio oeste, claro está, pero la comunidad latina que tenía posibilidad legal para votar, ya había advertido que ese grupo, once por ciento de la población del país, la mayoría de las minorías, habían tenido mejor suerte con “the devil you know”, que con los –como me dijo un tendero ecuatoriano- “santurrones” demócratas. En nombre sea de Dios, dijera mi abuela, santiguándose.
El miércoles 6 de noviembre a las dos de la mañana, apagué la tele, hice a un lado mi celular y me arrebujé (me encanta la palabra) entre las sábanas. “Ni a melón me supo”, diría una tía de Zitácuaro. La ventaja no dejaba margen de discusión. Al brillar el sol, la costa este de los Estados Unidos, al igual que el resto del país, hizo lo que siempre hace: intentar conquistar al mundo. Sin plantones, sin berrinches post electorales, sin payasadas. Con el pragmatismo que los caracteriza, a otra cosa butterfly, y a ver cómo nos va. El pueblo decidió vía delegados electorales. Por muy raro que nos parezca.
Esta avalancha pegó en la línea de flotación de la América Latina que esperaba una política menos restrictiva, social demócrata, lejos de la rudeza y amenazas de un hombre que aparentemente ni siquiera tenía todos los afectos de su propio partido político. Con sus problemas legales, el tema de la señora Stormy Daniels o el histórico y sacrílego ataque al Capitolio, muchos aquí y allá pensaban que el fin de la era Trump era bola cantada. Entonces, luego del soponcio, se pusieron a girar las desesperadas ruedas de la actividad política traducido en “coincidencias” como operativos en asuntos en los que cabe la pregunta ¿por qué no lo habían hecho antes del resultado de las elecciones en Estados Unidos?
El 20 de enero traerá varias respuestas cuando Donald Trump se convierta, en regreso digno del último cuarto de un Superbowl, en el 47 presidente de los Estados Unidos. Y aquí estaremos para platicar en la siguiente Bitácora, de qué manera la administración Sheinbaum está siendo reactiva; ahora que ya no tomamos las amenazas del arancel tan a la ligera. ¿Balazo en el pie, secretario Ebrard? Mientras tanto, felices fiestas, porque todavía las plataformas no nos han aumentado el precio a los consumidores, que como dijera la nana Goya, “ésa es otra historia”.
Iñaki Manero.
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