El verdadero poder es el servicio”
Papa Francisco
Lluvioso el ocaso, como casi todos los días anteriores. La eterna gorra, la chamarra larga de gabardina que de manera fortuita me dieron en el trabajo días antes, atenuaban las gotas de agua y el frío de un invierno europeo que iba cumpliendo su segundo mes. El río que cruzaba la ciudad y el cercano puerto de mar, le daban a la espera un olor único. A tiempo, a nostalgia, a melancolía y también a “espera, ten paciencia, todo lleva su ritmo y su momento”. La plaza era una playa de paraguas abiertos. Mi estatura permitía ver un poco por encima de ese bosque de nylon. Arriba de mi horizonte visual, la eternidad; el edificio que se hizo para reafirmar con quién estás tratando cada vez que accedes a ese recinto mayor. Por algo les llaman “basílica”; no puedo evitar recurrir a mi maestro y tocayo Juan Ignacio Cuadros y sus etimologías. Del griego “basiliké”, “regio”, “real”. La casa del rey. En el Renacimiento lo dejaron muy claro Bramante, Miguel Ángel, Rafael, Maderno y Bernini (y sonrío cuando recuerdo al canalla de Quintanar preguntar en clase de Historia Universal si esa era la alineación del Milán). ¿Cuántas cosas absurdas no pasan por la mente cuando bien sabes que dos mil años de historia van a reventarte de frente, en cualquier momento, como ola sobre un farallón?
Mientras intentaba moverme de forma más o menos funcional en un patio rodeado por columnas, el espacio en donde había sido el equivalente de la actual Fórmula 1 para el emperador Nerón (que no, que él no incendió Roma mientras tocaba el arpa, no estaba en la ciudad esos días), podía escuchar claramente las porras de los aficionados y el ruido que hacían los cascos de los caballos jalando las cuádrigas en casi desbocada carrera. Claro, mi referencia generacional y cinematográfica era Charlton Heston enloqueciendo al respetable. Cuando el cristianismo pasó de ser víctima a, en ocasiones, victimario intolerante y tornarse la religión oficial del Imperio Romano, Constantino (sí, el de Constantinopla, el Concilio de Nicea y el Credo) mandó construir una iglesia (con minúscula) sobre lo que hasta ahora se cree, es la tumba de San Pedro (y con el tiempo sería la tumba de muchos elegidos como piedra angular de la Iglesia (con mayúscula). En el siglo XVI, Julio II (imposible evitar que me llegue la imagen de Rex Harrison en esa inolvidable La Agonía y el Éxtasis, en donde también aparecía Charlton Heston pero ahora como Miguel Ángel), entre batalla y batalla defendiendo los Estados Papales, decide superar a Constantino y hacer lo que, faltaba más, se tenía que hacer, edificar un monumento al pensamiento judeo cristiano echando mano de las medidas del templo de Jerusalén construido por el sabio Salomón. Luego de muchos papas, muchos intentos de asesinato (Julio II fue también el creador de la vistosa Guardia Suiza, juramentada para dar la vida defendiendo a Su Santidad), muchos acuerdos políticos y un tratado de Letrán que ya cumplió su siglo, la mirada de millones seguía clavada esa tardenoche romana, no en la joya del Renacimiento, sino en la chimenea de un edificio anterior y más antiguo, que de poder hablar, seguro cimbararía buena parte de la civilización occidental como la conocemos. Ahí se concreta el ritual mágico; es ahí en donde se constata, estrictamente como acto de fe, que la divinidad ha hablado, que el Espíritu Santo efectivamente descendió en los corazones y las mentes de al menos 135 electores menores de ochenta años que pueden votar y ser votados y en donde hay de todo como sagrada botica: de izquierda, derecha, centro, chile, mole y pozole. La eterna pugna que rebasa dogmas. Eres liberal o conservador y, en la mayor inteligencia, tonos de gris. El Vaticano no es un club social de curas; es un Estado reconocido por la ONU que, aunque no puede tomar parte en las votaciones, puede opinar con el peso de miles de años de experiencia en movimientos políticos e intrigas. No en balde, se trata de uno de los últimos Estados absolutistas que quedan en el mundo con el papa como única cabeza. A su lado, nadie; abajo, todos; arriba, nada más el Jefe (con mayúscula).
En eso estaban mis divagaciones cuando en aquella isla de sombrillas, gritos, himnos, vítores y porras (la más entusiasta era la de los argentinos; se entiende, luego de tantas Copas del Mundo), cuando algo que no intentaré nunca razonar, me hizo escuchar, entre tanta cacofonía, el murmullo de una monja africana que cantaba para el universo; bajito, constante, una melodía dulce mientras se balanceaba de adelante hacia atrás en innegable éxtasis místico. En ese momento desapareció el periodista que todo lo quiere explicar y quedé yo solo en una colina, mirando el Absoluto. No puedo ser tan necio siempre. Lo único que llegó a registrar mi cerebro ya, era el murmullo de la religiosa y su sonrisa. Ella sabía algo. Siempre lo supo. Luego de la fumata blanca, como si una figura mitológica nos hubiera torcido a todos el cuello, ahora miramos a una sola ventana de la Basílica de San Pedro. Desde ahí, con voz clara, en latín, idioma oficial de ese país suspendido en el tiempo, el cardenal protodiácono nos anunciaba que por primera vez un jesuita franciscano (sí, era en serio), regiría los destinos espirituales de más de mil millones de almas y los destinos de otros miles de millones de euros.
Para cuando leas lo anterior, habrá un nuevo papa en la Iglesia católica. Escribo a unos días de abordar el avión rumbo al inicio de otro cónclave con la memoria fresca de Jorge Mario Bergoglio, el primer americano en ser elegido (siempre por el Espíritu Santo, que conste) el pontífice (de “pontus”, puente; el que tiende caminos y salva obstáculos) y cuyo cuerpo mortal reposa en una humilde losa fuera de la pompa y circunstancia renacentista.
Vale la pena dejar para el próximo espacio, una bitácora de quién fue Francisco (su nombre papal) y quién entra por él a la cancha. Su pontificado no fue fácil y a mi juicio, en esos doce años, se distinguió como un marino remando con el viento viciado de su propia religión en contra. Mientras ordenamos ideas y esperamos lo que salga de esa chimenea, me quedo con sus palabras de saludo y despedida, desde aquel balcón en 2013: Buona notte, e buon riposo. Pregate per me.
Ciao, Francesco, Ci vediamo.