Estas corrientes materialistas y escépticas se están adueñando del mundo porque se sustentan en bases egoístas, que nos alejan de nuestra responsabilidad para con los demás pregonando la inexistencia de Dios, así como de la moral y por lo tanto de la ética, pues consideran que no hay verdades universales ni compromisos superiores, sino simple y sencillamente acuerdos entre las partes en convivencia. Para quienes así piensan, la evolución es al azar, el ser humano no forma parte de ningún proyecto universal y su única función es existir y sobrevivir como especie sin tener ningún parámetro superior de belleza, justicia, verdad o bondad. Su verdad es que no existe ninguna verdad. Ni siquiera se dan cuenta de que al afirmar «no existe ninguna verdad», están cayendo en una contradicción, puesto que para que esa afirmación sea verdadera ¡tiene que ser falsa! Hoy está de moda decir que «cada quien tiene su propia verdad», pero esto viene a ser como la ley de la selva, pues si para cada uno de nosotros lo cierto, lo verdadero o lo justo es lo que nosotros mismos determinamos, entonces no existen valores universales que sirvan de base para una convivencia civilizada, sino sólo la fuerza que el individuo o la colectividad ejerzan para que se cumpla «su verdad». El acuerdo lo imponen los más fuertes. Aún en la ONU, el organismo multinacional por excelencia, el comité de seguridad lo ejercen como monopolio solamente cinco naciones, que forman parte de los diez países más poderosos del mundo. La razón impuesta por la fuerza no es otra cosa que una ley de la selva institucionalizada.
La idea de Rousseau de que el hombre es bueno por naturaleza, es una falacia enorme. Todo aquel que ha tenido un hijo sabe que educarlo y socializarlo es un proceso en contra del egoísmo del niño, que todo lo quiere para sí sin dar nada a cambio, y que se rebela si no lo obtiene. El ser humano es egoísta por naturaleza y el egoísmo es el origen de todo el mal que existe sobre la tierra, de las guerras más cruentas y de las peores atrocidades, como lo fue el fascismo o la visión enferma de Pol Pot en Camboya. Es curioso e indignante ver, por ejemplo, a un ladrón quejarse de que alguien le roba. El egoísmo ciega y perturba, niega la presencia del otro y, si no existen parámetros que nos permitan determinar nuestras acciones, el bien y el mal se confunden, o se funden, generando una visión egoísta del mundo, en donde sólo existe el individuo con sus necesidades y una noción vaga de la existencia del otro.
El parámetro más claro, sencillo y objetivo que tenemos para luchar en contra de nuestro propio egoísmo es el imperativo ético, que nos dice «el otro es como yo». Con esa sola norma, podemos determinar toda nuestra vida, «no le hagamos a los otros lo que no queremos que nos hagan a nosotros». Esa conciencia permanente es una guía excepcional y única para enfrentar nuestro egoísmo. Es, por otro lado, una manifestación de la presencia del espíritu en nosotros, es decir, la herramienta que tenemos para luchar en contra de nuestro egoísmo y de nuestras pasiones. Es también la fuente de todos los valores y normas de conducta que generan una ética de significados trascendentes. El otro es como yo, tiene los mismos derechos y obligaciones que yo, espera de mí lo que yo de él, ambos tenemos el mismo derecho a la vida, a la justicia, a la paz, a la belleza y a todo ese conjunto de reglas civilizadas que llamamos derechos humanos. Él los tiene, de la misma forma que yo quiero tenerlos.
Ahora no hay derecho más preciado para el ser humano que el derecho a la vida. En ese derecho fundamental se basan todos los demás, pues el ser humano es fin, no medio. Ahora bien, en el desequilibrio ecológico causado por la contaminación de nuestra biosfera es donde puede residir el mayor mal, pues atenta no sólo contra nuestra propia vida, sino contra la de todos los demás, pero fundamentalmente contra las generaciones futuras.
El materialismo del aquí y el ahora, la visión consumista del mundo como satisfactor de necesidades creadas y el escepticismo que niega los valores superiores o el origen divino del imperativo ético, trabajan justamente contra la corriente que trata de crear una conciencia ecológica; porque aunque sabemos que todos contaminamos nadie quiere asumir la responsabilidad de los actos colectivos, como si no fueran la suma de actos individuales que deben corregirse con esfuerzo y sacrificio. Es como la relación de países o personas pobres y ricas: pareciera que uno tiene que ser a costa del otro pero eso no es así. La conciencia del otro, el imperativo ético, permite definir y esclarecer con justicia lo que a cada quien le pertenece. Es una combinación de capacidades y necesidades, no conforme a la falacia comunista del estado benefactor. La historia demuestra que los más altos niveles de vida y de respeto a los derechos humanos se dan en las democracias (republicanas o parlamentarias) y en donde prevalece el libre mercado. De esas comunidades ha surgido con mayor impulso lo que hoy conocemos como conciencia ecológica, conciencia de unidad, o visión holística, donde se encuentra el verdadero futuro de la humanidad.
Notas al margen
Ética. Parte de la filosofía que trata de la moral y las obligaciones del hombre.