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Revista Latitud 21
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Iñaki Manero

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Bitácora de Viaje XLVI 

por NellyG 1 mayo, 2024

 

 

Boy, you’re gonna carry that weight

carry that weight a long time.

boy, you’re gonna carry that weight

carry that weight a long time.

The Beatles, Abbey Road, 1969.

 

Churchill llevaba varios años muerto; en Londres había una gran conmoción.  La gente se arremolinaba y el centro del escándalo era una estrecha entrada por donde George Harrison intentaba meter una caja o mueble llena de objetos diversos e intrascendentes; desde adentro, varios ayudábamos al Beatle zen a cargar ese peso imposible.  No sabía por qué, pero la caja tenía que entrar a como diera lugar; era imperativo aún a costa de mi propia integridad. Y vaya que sí.  A dos días de haber sido operado de un ojo, la doctora tenía prohibidísimo que hiciera cualquier cosa que representara esfuerzo y éste vaya que lo era.  Pero había que cargar ese peso. Mientras tanto, resonaba la canción escrita por McCartney para el Abbey Road, aquel en el que aparecen los cuatro cruzando el paso cebra y al fondo el vochito que se hizo mundialmente célebre.

Pasó el tiempo y lo recuerdo nítidamente: mi esfuerzo desde adentro del local  para hacer entrar el pesado mueble/caja; la mueca de dolor en el rostro de Harrison pero a la vez de triunfo al darse cuenta que se estaba logrando el cometido.  Y la gente empujando atrás.  Los londinenses de rostros difusos, algunos reconocibles, apoyando, los que alcanzaban a tocar la superficie del objeto, con fuerza bruta; los demás, con porras y cánticos como tantas veces se ha escuchado en partidos de los Gunners, los Man U o el Liverpool. Era una fiesta en donde todos están conectados para un bien común.  Mi mente voló años atrás, cuando Churchill vivía y Alemania, luego de muy poco esfuerzo por agotar los argumentos diplomáticos para evitar una confrontación, decide iniciar el operativo “León Marino” para la invasión de las Islas Británicas y poner fin a la guerra relámpago comenzada un año antes con la incursión a Polonia. Hitler tendría acceso más libre al Atlántico, pactaría con los norteamericanos que tendrían del otro lado de la  pinza a Japón y luego vía libre para iniciar el frente oriental contra el odiado enemigo soviético. Todo parte del desquiciado delirio de un resentido enfermo de poder y odios mal encauzados que en su confusión mental, no entendía cómo era posible que las potencias emergentes de aquella Gran Guerra del 14 no entendieran el grave riesgo del comunismo y la contaminación racial que implicaba mantener a los judíos detentando el control económico mundial.  Una confusión mental que tuvo eco en un pueblo alemán devastado por el Tratado de Versalles veinte años atrás y que deseaba escuchar lo que fuera, aunque ellos supieran que “lo que fuera”, era un batiburrillo de embustes y alucinaciones seudohistóricas y seudocientíficas.

Winston Churchill pudo ser un engreído, borracho, insufrible, imperialista, clasista que erró el camino más veces que acertarlo.  En una ocasión provocó un desastre en Turquía durante la Primera Guerra Mundial en donde perdieron la vida miles de soldados británicos.  Pero en esos momentos cósmicos en que la definición de un segundo hace un universo o lo resquebraja. No pactar con Hitler, como deseaba su antecesor Neville Chamberlain  y dos, tras la heroica evacuación de Dunkerque y a punto de ser arrollados por la fuerza aérea más brutal de la historia, un discurso que hizo la diferencia con un pequeño y poderosísimo detalle que movió soldados, ciudadanos de todas las edades, conquistó al mundo occidental y cerró voluntades y esfuerzos tras una sola meta: hacerle frente a la obscuridad, la ignorancia, el fanatismo y la dictadura que amarra en sus falacias, cualquier posibilidad de autodeterminación democrática. El detalle – y luego dicen que no hay magia en las palabras – , fue cambiar el “yo” por el “nosotros”.

De acuerdo y muy de acuerdo con el guionista cinematográfico Anthony McCarten, autor de Las Horas Más Obscuras – película imperdible – , una semblanza de los momentos en que Churchill duda entre pactar la paz con el abismo o, como él mismo decía, “Si vas cruzando por el infierno, sigue adelante”, el éxito del viejo bulldog inglés consistió en conocer el estilo egocéntrico, desquiciado y volcánico de Hitler instalado en el mesías que todos debían escuchar y seguir. Todo se trataba de él; todo comenzaba con él y terminaba con él. Toda crítica, toda duda, todo recelo era en su contra, para dañarlo y así dañar al pueblo por ser él la representación y encarnación del espíritu de la patria.  Por el otro lado, Churchill apelaba por el we shall (haremos), en lugar del Ich werde (haré).  “Somos”, “vamos juntos”, “triunfaremos”, “con toda nuestra potencia”.  No erigirse como el redentor y taumaturgo, sino como el compañero de senda; ese que te anima cuando ya no puedes más y que sabes que sería capaz de dar la vida por ti en la trinchera obligándote a corresponderle en la misma medida. El bien por el bien y no la obediencia por miedo o por ciego fanatismo. El pueblo alemán cometió, en su desesperación, en su miedo, el catastrófico error de otorgar y concentrar el poder en una secta de desquiciados que se daban cuerda unos a otros en sus fantasías. Hoy, aprendida la lección y mirando para adelante,  es el país que carga sobre sus hombros parte del destino de Europa; la voz de la consciencia, el llamado a la integración.

Regreso al momento en que Churchill llevaba tiempo de haber fallecido. En realidad, Harrison también.  De hecho, los Beatles oficialmente se separaron en 1970. En ese entonces yo tenía seis años y desde luego no estaba cargando junto con George y la multitud apoyando, un peso increíble. Eso fue anoche, el momento favorito en que los dioses juegan con tu mente y la revuelcan para tirar la basura psíquica y te dejan un reto interesante en el sueño para descifrar cuando buscas algo que valga la pena verter en papel.  Dicen que Paul McCartney, autor de la letra, la escribió como un  manifiesto de que nada que hicieran en el futuro John, George, Ringo o él en solitario, se equipararía  al esfuerzo conjunto;  tendrían que cargar con el peso del fenómeno Beatle por el resto de sus días.

Una pequeña perla etimológica para seguir despertando: Demos – pueblo, cratos – poder.   El peso del poder, o se reparte y comparte, o nos aplasta.

 

Bitácora de viaje XLV

por NellyG 30 marzo, 2024

La política es el arte de disfrazar de interés general el interés particular.

EDMOND THIAUDIE

 

Lunes:

 

– ¡Es neta! La mano momificada que está en el parque La Bombilla es la de Álvaro Obregón.

– ¿Quién era ese wey? – Pregunta Quintanar, siempre risueño.

– No manches. Presidente de México, de los que ganaron la Revolución. Lo mataron cuando andaba de candidato para ser “preciso” nuevamente.  Ahí mismo, en el restaurante en donde está ahora el parque. Así se llamaba el lugar.

– ¿Ahí se lo echaron? – Duda Colorado mientras se atraganta con su sándwich de chorizo.

– ¡Sí! Lo mató un cuate que se llamaba Toral.  Se acercó haciendo la piña de que lo iba a retratar y de repente, ¡Madres! Le suelta de balazos…

Al otro lunes…

– Que sí, la de Neeeegraaaa, negra consentidaaaaaaaa, negra de mi vidaaaaaa la escribió Joaquín Pardavé, el del Baisano Jalil.

– ¿De dónde sacas tanta tontería? ¿Cómo crees? – Apuñala verbalmente el Gordo Cerro.

– También compuso la de Varita de Nardo, que siempre te cantamos.

– Ora, menso; el que se lleva, se aguanta…

Y al siguiente lunes…

– No, los tiburones sí duermen; eso lo descubrió un chavo en una cueva, en Holbox, Quintana Roo.

– Vete mucho hasta por allá, Manero. Lo estás inventando. – Muge el buen Chori Melgar. – El tiburcio se duerme y se muere, se va hasta el fondo. Lo dijo “Jaks Custó”.

–  Sí, pero los de Holbox encontraron la forma de ponerse a la entrada de la cueva por donde entra corriente hacia sus branquias para respirar mientras se echan una jeta.

– Ay, ya no ma…

Durante una buena temporada, en mis primeros años de secundaria, cada lunes le llegaba a mis cuates de la escuela con algún dato nuevo. Me daba pena decir no la fuente, sino la circunstancia en que lo había obtenido. Hoy ya no. La edad te obsequia con cierta cínica autoridad. En el otoño de tu vida, quedan pocos inconfesables; lo que hiciste, lo hiciste y sobreviviste a la experiencia. La noche para mí era una alegoría pintada por Hieronymus Bosch repleta de espantosos surrealismos o bien, un mirar por todos lados en la obscuridad, la porción del infierno de Miguel Ángel. Claro, todo aquello era alimentado con esa insana afición por mirar en la tele Galería Nocturna o cualquier película de terror que echaran en pantalla. ¿Cómo paliar la sensación de vulnerabilidad penumbral? La Radio. Solía colocar la grabadora AM/FM que me regaló mi padre debajo de la almohada y sintonizar cualquier estación hasta encontrar una voz humana; tan sólo alguien que me hiciera sentir arropado entre tanta obscuridad. Sí, ya sé que me leo muy dramático, pero, ¿qué quieren? A los trece-catorce años uno debe aprovechar el momento de ser intenso. Varios años después pagaría el favor a todos esos héroes desconocidos con mi propia emisión de radio nocturna.

Regresando a lo que mis cuates de la prepa tenían que soportar en mis peroratas de lunes, los domingos por la noche, no había más que buscar. A partir de las diez aparecía desde 1937 el programa que unía a México. Decía el terrible Bosley García que unía a México porque en el momento en que comenzaba, todo el país, o apagaba la radio y hacía algo distinto como dormir o ponían un elepé o caset hasta las once en que terminaba lo que consideraban como una tortura sonorizada. Beg to differ, diría el clásico, aunque tomando en cuenta que soy irredento defensor de causas perdidas, casi siempre le encuentro algo entretenido a cualquier tipo de libro, emisión televisiva, cinematográfica o radiofónica considerada por la crítica y el respetable – a veces ni tanto – público conocedor, como “basura”, “inmundicia”, “mamotreto infumable”, etcétera. No soy buen parámetro. Únicamente tal vez para los tacos al pastor, los cuales tienen su origen en Ciudad de México –aunque hay quien dice que en Puebla –  inspirados por los migrantes libaneses y su shawarma.

¿Ven? No lo puedo evitar.  Es como una compulsión. Por cierto, tanto lo de la asquerosa mano de Obregón, la Negra Consentida de Pardavé, los tiburones durmientes de Holbox como la paternidad – o maternidad – de los tacos al pastor, lo aprendí en el mismo sitio. Y ese origen lleva casi 87 años siendo el blanco del ninguneo en México.  ¿Habrá algún lugar en el infierno de la muerte civil para mí si digo que fui asiduo radioescucha de la Hora Nacional?

Ahora que el programa ha salido del olvido conversacional porque alguien descubrió luego de casi un siglo que la octogenaria emisión también tenía un uso proselitista, me animo a salir de ese closet radiofónico. ¿Qué prueba más contundente contra quienes critican el contenido del semanario que el que nadie –hasta ahora– haya levantado la voz porque desde Gobernación tiren línea ideológica sobre los contenidos del programa?  Sí, los tiempos electorales suelen ser muy curiosos. Le ponemos atención a lo que antes era invisible, casi casi una leyenda urbana.

Por cierto, ¿ya les dije que Pancho Villa era abstemio y su gran debilidad era cruzar la frontera y beber malteadas de fresa en las fuentes de soda gringas?

Iñaki Manero.

 

Bitácora de Viaje XLIV

por NellyG 1 marzo, 2024

 ¡Chulada de truco!

Bero “El Boticario”

 

 

Cuentan los más viejos de Sevilla (y a ellos se lo contaron sus abuelos), que el hombre era un tío desesperado; desafortunadamente las cosas no funcionaban bien con la sequía que ese año azotaba con los vientos y la arena que cruzaban el Mediterráneo desde la despiadada África. Los labriegos hacían lo que podían y muchos con el don de hacer crecer vida y la experiencia de siglos, lograban que la tierra, noble hasta el fin, regalara aunque sea para cumplir la cuota y pagar deudas. Pero el hombre no. Se aferraba al fracaso como una garrapata a la oreja de la vaca. No había poder humano (o sobrenatural) que lo convenciera de no sembrar esto o aquello en temporada de julio y agosto, cuando ocurría el mortal simún (que por cierto, vaya paradoja, atraviesa el Atlántico y fertiliza las selvas de México, centro y Sudamérica). Pero el hombre y su necedad, siempre mirando al pasado, siempre echando la culpa a quienes ya están demasiado viejos o demasiado muertos. Nada le salía bien al hombre. Vendió los bueyes, vendió los aperos de labranza por lo menos para asegurar comer. Vivía solo.  Ni su sombra lo toleraba.  Sólo lo seguían cuando tenía dinero para disponer en esos raros y por lo mismo efímeros vuelcos del destino. Las explosiones de carácter, frecuentes y volcánicas, lo convertían en un inestable compañero de brecha.

Desesperado, una tarde de domingo, cuando iba cayendo el sol y la iglesia llamaba a misa de seis; esa hora cero odiada por el trabajador promedio que mata las ilusiones de un fin de semana en donde te acuestas en viernes y despiertas en lunes, el hombre enojado y frustrado se fue hacia la sombra más profunda de su pequeña y derruida casa; digo de su casa, porque en la de su alma ya llevaba un rato extraviado. Allá, en un rincón, estaba recargada, como bestia oculta, como advertencia para que nadie en su sano juicio se acerque. Era de su padre, que la había recibido de su abuelo. Nunca quiso tocarla. Le recordaba una infancia llena de resentimientos y abandono. Esta vez, alguien tenía que pagar por su mala suerte y no sería él, porque no se equivocaba; el mundo era el que estaba mal. Así que dejó al diablo hacer su parte, la tomó y tiró pa’l campo. Lo que pasó después, lo convirtió en leyenda.

Dicen los más viejos, contado por sus más viejos, que la gente de los alrededores hacía mucho que no se la pasaban tan bien. El labriego petulante, soberbio y de dura cerviz, había dejado finalmente de torturar a la madre Tierra sacando nada de la nada y ahora se le había visto por los montes, embozado – el muy palurdo creía que nadie lo reconocería con su cabeza calva como una cebolla y sus manos de gorila – acechando caminantes por la ruta que va de las viñas al pueblo. Había descubierto su verdadera profesión, le escucharon gritar una noche de borrachera afuera de la taberna, cuando tuvieron que sacarlo por enésima vez a empujones por malacopa. ¡Todos veréis! ¡Aquí mando yo, que soy vuestro padre! – gritaba estropajoso, inconexo, orinado de pantalón e ideas. ¿Por qué no? De labriego a matachín salteador de caminos. ¿Qué podría salir mal? Tristemente, se convirtió en la parodia de la parodia. Sus amenazas no convencían a nadie porque ya lo conocían y los fuereños que iban de paso, ni siquiera reaccionaban con miedo al ser encañonados a botepronto. Alguno llegó a creer que era la botarga de los carnavales ensayando su parte. Hasta el señor cura, tan prudente él, hacía su sacrificio de Cuaresma intentando por piedad no desternillarse de risa. La primera vez en que, harto, frustrado, envalentonado quiso dejar constancia de que no estaba bromeando e hizo accionar su arma…  ésta no disparó. Se atascó. Su víctima, doña Eufrosina, la viuda del carnicero, en lugar de amilanarse, chillar o salir corriendo, le atizó con el parasol hasta dejarle un chichón y casi sacarle un ojo. Y así pasó con el segundo, el tercero, el cuarto intento de ganarse la vida por los caminos del bandidaje. Decidió en su necedad que alguien en algún momento caería aterrorizado y soltaría la pasta. Resultó al revés; tal fue la lástima que inspiraba cada momento que su ya macilenta figura, casi un recorte de periódico bidimensional se acercaba con esa burla de arma, que los villanos optaron por darle un mendrugo de pan aquí, un pedazo de queso de cabra allá. Un dulce, un duro, un manojo de perejil. Todo lo guardaba en un morral que cargaba, en su delirio, para el botín.  Feliz, desaparecía entre los matojos, silbando y riendo ante el éxito de su -suponía- fechoría. Una tarde, dicen los más viejos, luego de hacer su faena, se encaminó a su miserable casa y nadie le volvió a ver. Le buscaron por todos lados, aunque no hicieron mucho intento, porque, de todos modos, la contribución a la posteridad ya estaba hecha.

Unos chavales, semanas después, encontraron la carabina que nunca funcionó recargada en un madroño. Estuvo exhibida en la comisaría con devoción, casi como se exhibe el dedo de santa Tecla o un pedazo de la cuna del niño Jesús.

 

-Es la carabina de Ambrosio.- decía orgulloso el alcalde cuando un curioso preguntaba por el desvencijado rifle del que nunca salió un tiro. Tan inútil como su dueño. Así como muchas otras chiripas culturales, la expresión pegó como lugar común, sinónimo de la inutilidad elevado a niveles metafísicos.

¿Seré yo o alguien más siente que los últimos cinco años de este país han sido como la ya inmortal carabina y su dueño? Santa Gina Montes nos ampare.

Iñaki Manero.

 

 

 

 

 

Bitácora de Viaje XLIII

por NellyG 1 febrero, 2024

  A veces creo que hay vida en otros planetas y a veces creo que no. En cualquiera de los dos casos, la conclusión es asombrosa.”

CARL SAGAN

 

Espacio, la frontera final.  Estos son los viajes de la astronave Enterprise.  Su misión: explorar extraños y nuevos mundos, buscar nuevas formas de vida y nuevas civilizaciones; ir valientemente hacia donde nadie ha ido jamás.

Y así comenzaba en 1966 una aventura por las misteriosas dimensiones del rating televisivo y luego, a finales de los setenta, cinematográfico y literario. Star Trek o Viaje a las Estrellas, poco a poco se convirtió en un fenómeno de masas dentro del cine, la literatura, la música, la mercadotecnia, moda, expresiones cotidianas tan sólo unos 10 años antes que Star Wars, hoy su rival que polariza de manera muy divertida a las masas que atiborran las convenciones sobre ciencia ficción, fantasía, similares y conexas. Al creador de la serie y toda la avalancha que vino después, Gene Roddenberry, junto con otros creativos de la CBS, se les ocurrió la presentación con la que se ha abierto cada capítulo y cinta relacionada con este universo, y como dirían los Beatles, con un poco de ayuda de sus amigos. Roddenberry, un ateo tejano y entusiasta del género de anticipación científica (cuyas cenizas por cierto, fueron de las primeras en ser lanzadas al espacio, falta más, no podría ser de otra forma), basó la introducción en homenajes hechos a navegantes terrícolas del pasado, entre ellos, el portugués Vasco da Gama, el inglés James Cook y un folleto editado en 1958 por la Casa Blanca en donde se celebraba en plena guerra fría, al inicial paso dado por la humanidad para colocar ingenios mecánicos fuera de nuestra atmósfera, como el Sputnik. Sin intención de ser cizañoso, el primer transbordador espacial fue bautizado como la célebre nave de la federación espacial: Enterprise (no he sabido, hasta el cierre de la presente edición, de planes para nombrar una nave de la siguiente generación de vehículos espaciales como Millennium Falcon; ruego me corrijan de ser así).

Star Trek tenía la consigna de ser una serie de televisión basada en posibilidades científicas relegando al género de fantasía a un segundo pero necesario plano. Un programa repleto de ciencia dura, que únicamente lograra entender una mínima parte de la teleaudiencia, sería como dispararse el proverbial rayo láser en los metatarsos. Con todo y todo, las tres temporadas que se filmaron no tuvieron un éxito arrollador.  El gran público es más próximo a lo que se considera “space opera”; más cercano al concepto de fantasía que presenta Star Wars o décadas atrás los seriales cinematográficos que convocaban a nuestros padres y abuelos para ver qué pasó con los héroes espaciales Flash Gordon y Buck Rogers, versiones futuristas y campechanos entre una de caballeros medievales y un folletín western de John Wayne. La verdadera visión y misión de Roddenberry era educar divirtiendo, ya que la misión de la nave era científica y diplomática, aunque a veces las cosas terminaban a torpedazos de protón.  Por supuesto, Star Trek ha tenido sus críticos y detractores. Todo mundo se siente científico, detective, policía, vaquero o juez mientras vive, como dice Guillermo del Toro, su experiencia cinematográfica sentado en una butaca o en cómodo sofá. Pero ha sido un esfuerzo encomiable poner dentro del drama de un guión, conceptos como agujeros negros, súper novas, estrella de neutrones, teleportación, agujeros de gusano, warp, física cuántica, viaje en el tiempo, composición atmosférica, motores de antimateria…   Conceptos que poco a poco, desde 1966, nuevas generaciones de científicos entusiastas de la serie (entre ellos Stephen Hawking, quien por cierto, ocupó el asiento principal en el puente de mando del Enterprise durante su visita al foro) fueron inspirados por el reto de las millones de posibilidades de probar o refutar con bases sólidas los principios que para el siglo XXIII, en la mente de los guionistas (muchos de ellos científicos escritores de tesis y de relatos de ciencia ficción), ya era asunto sabido y cotidiano. Eso no es todo: el género no únicamente se ocupa de las ciencias físicas, químicas o biológicas; las ciencias sociales como la filosofía, lógica, ética, diplomacia, relaciones internacionales (bueno, aquí serían intergalácticas), políticas públicas con innumerables y riquísimas facetas en algunas insospechadas, otras familiares formas de gobierno están representadas. Incluso, temas tan espinosos, aún hoy, como cuando el capitán Kirk besa a la teniente de origen afrodescendiente Uhura (el primer beso mal llamado “interracial” de la televisión), salieron a retar a una sociedad en una década de profundos cambios sociales como fue la de los sesenta. La onda de choque y el espíritu de Roddenberry sigue atrapando en su influencia gravitacional a quienes valientemente quieren aceptar el reto hacia donde nadie ha ido jamás.

En 2021, William Shatner, quien durante años prestó su cuerpo al segundo (con toda justicia cronológica) capitán del Enterprise, James Tiberius Kirk, subió 100 kilómetros hasta la línea Karman, la que limita la atmósfera terrestre del espacio exterior; su personaje, curtido en mil experiencias con culturas, razas y civilizaciones variopintas, no subió con él. A esta misión del transbordador Blue Origin, subió, junto con la tripulación, un ser humano. La misión no duró años, como la de Kirk; tan sólo diez minutos.  En ese lapso y en ese espacio, nunca vio una nave klingon o un crucero vulcano. Tan sólo y tan solo, el más triste, pero a la vez glorioso vacío que compartió a su llegada a este planeta pletórico de serendipias, que sin haberse presentado esas cientos de millones de posibilidades, yo no estaría escribiendo esto y ustedes no lo estarían leyendo. Así de fácil:

“Reforzó diez veces mi propia opinión sobre el poder de nuestro hermoso y misterioso enredo humano colectivo y devolvió un sentimiento de esperanza a mi corazón. En esa insignificancia que compartimos, tenemos un don que quizá otras especies no tienen: somos conscientes no sólo de nuestra insignificancia, sino de la grandeza que nos rodea y que nos hace insignificantes. Eso nos permite una oportunidad de volver a dedicarnos a nuestro planeta, a los demás, a la vida, al amor que nos rodea. Si aprovechamos esa oportunidad”.

¿Estamos solos? Hasta ahora no hay experiencia que lo confirme o que lo refute. Carl Sagan, otro agnóstico irredento, siempre fue proclive a explicar la ocurrencia de la vida en lugares ajenos a las características de nuestra Tierra, pero también advirtió que las condiciones son dolorosamente difíciles.  Junto con Frank Drake elaboraron una ecuación esperanzadora sobre posibilidades, pero, ¿quién sabe? Justo esa incertidumbre, aún apoyada por ciencia dura y real, es lo que nos tiene que hacer madurar como especie responsable de los mayores cambios que ha sufrido este planeta por causa de un ente biológico local, o sea nosotros. O como decía mi tía de Zitácuaro: “Arregla primero tu desmadre y ya después sales a ver lo demás”. Lamentablemente, no todos podremos tener la efímera pero nutritiva experiencia de Shatner que nos regale la epifanía y nos cambie; si apenas nos alcanza para subirnos a un avión o al Tren Maya. Sin embargo, las señales actuales ya no tienen nada de crípticas y no hace falta ser un genio de Cornell para entender e interpretar que lo que le hagamos al mundo, nos lo estamos haciendo nosotros. Y para como vamos, faltan siglos para que la Federación de Planetas se fije en el homo sapiens. Como dijera el capitán Jean Luc Piccard: Make it so.

 

Larga Vida y Prosperidad.  Iñaki Manero.

 

Dedicado a Stephy. Me queda claro que por tu valor e inteligencia, el asiento principal en el puente del Discovery te está esperando.

 

 

 

Bitácora de viaje XLII

por NellyG 31 diciembre, 2023

La procastinación es la ladrona del tiempo.

– Charles Dickens

 

Una tarde sin un tema para escribir. Sequía del escritor, que le llaman.  Sobre todo, cuando tu trabajo es básicamente escoger temas para hablar y desarrollar, medianamente inteligentes (de preferencia más que eso) y captar la atención de miles, tal vez millones de escuchas que no te tomen como un distractor mientras manejan o preparan la comida; que, en suma, estén pendientes de lo que dices y se conviertan en jueces (terribles a veces) de tu discurso. Sabes que en el mundo de la comunicación, para quien pone atención y no solamente oye, sino escucha, habrá palabras tuyas que para bien o para mal, estén escritas en piedra. Ese es el reto que todos los días asumimos cuando comenzamos a comunicar: que el mensaje sea claro, sin ambigüedades. Y el periodismo electrónico de opinión es un durísimo sinodal. Depende del formato, pero por lo general en la radio en vivo, tienes entre cinco y diez minutos para iniciar, desarrollar, anudar, desatar nudo y concluir una reflexión que el receptor del mensaje pueda llevarse a casa y a su vida. Lo mismo pasa cuando tienes que escribir y tu editor (esos queridos tiranos), te avisan que se adelanta por Navidad la entrega para la edición de enero. Y aquí es donde la historia se pone interesante…

El médico suizo Carl Gustav Jung jugó con cosas muy antiguas y personales como las sincronicidades. Pensar en alguien y recibir una llamada suya; traer una canción pegada desde la mañana y al sintonizar la radio, ahí está. ¿Existen las casualidades o las causalidades? El último disco de The Police le dedica el título y dos temas a esta pregunta (Synchronicity, 1983).  Pero, ¿en dónde estábamos?  El sábado por la tarde, mientras ignoraba el malestar de la gripa y tomaba una ducha, pensaba en (cosas que a uno se le ocurren en la ducha) lo poco o lo mucho que hemos avanzado en mejorar las condiciones de vida de los trabajadores desde la Revolución Industrial (les digo que son cosas que a uno se le ocurren en la ducha).  Pensaba en el maltrato a los niños en las fábricas europeas, las largas e inhumanas condiciones de esclavitud y horarios de labor y cómo Hegel, Marx, Engels, et al y sus ideas, fueron consecuencia y respuesta a esta rapacidad del ser humano hacia el ser humano.

¿Y Jung? ¿Y en dónde se pone interesante? Calmex con el atún, dijera mi vecino el Pachas.

Ese mismo sábado, fue día Teletón, y como cada año desde 1997, ahí voy a lo que me manden hacer; sea poco o mucho, mis niñas y niños se merecen el granito de arena que todos podamos aportar. Las historias que nos parten el corazón sobre discapacidad, cáncer y autismo, tienen un factor común: la desigualdad social, la debilidad y sesgo electorero de los programas sociales, y el poco o nulo acceso de la población sobre todo en condiciones de pobreza extrema.  Desde luego, el frío de los foros, la noche y la bola (de años), tuvieron su efecto y para el domingo mi condición viral era lamentable. Se imponía quedarse en cama y revisar opciones televisivas mientras mi mente seguía en su sequía temática y argumentativa queriendo dar un giro al conflicto social que hacía borbollón.  La primera peli que aparece dentro de tantas sugerencias navideñas a las que, por lo general, paso sin ver, le dio voz al Pepe Grillo. Hay cosas en el cielo y la tierra, Horacio…   La cinta se llama El Hombre Que Inventó la Navidad (Baharat Nalluri, 2017).  Confieso que lo que atrajo mi atención no fue el tema de temporada (la Navidad y yo tenemos una relación de amor/odio todavía no resuelta), sino parte del elenco (Christopher Plummer, Jonathan Pryce, Miriam Margolyes).  La sinopsis que leí en pantalla fue ese material del que están hechas las bromas que manejan del otro lado de la Matrix. Relata con exquisitos toques fantásticos a un Charles Dickens lleno de deudas y dudas, en uno de sus peores momentos creativos, intentando escribir cualquier cosa lo suficientemente populachera como para vender y escapar de los despiadados acreedores victorianos. De hecho, la vida de este buen padre de familia, bienintencionado y jovial literato inglés, habría merecido un lugar en el librero junto con Oliver Twist, Historia de Dos Ciudades o… Canción de Navidad.

El pequeño Charlie tuvo que trabajar junto con otros niños sobreviviendo a un sinfín de injusticias y agresiones en una insegura, obscura, mugrosa, despreciable y hostil fábrica de betún nada diferente de las otras, luego de que su padre fuera llevado a prisión por ludopatía y no poder responder a sus cuantiosas deudas y justo ese fue el crisol que formó la ideología social que determinó su rumbo como autor.  Bien dicen que el artista es producto de sus circunstancias, pero en lugar de convertirse en un amargado crítico de esa industrialización de la que su familia y él gozaban, supo enviar un mensaje hacia las consciencias de los más privilegiados. Varias de las reformas sociales aprobadas por el parlamento inglés en años posteriores y que convirtieron al Reino Unido en una de las naciones con mejor seguridad social en el mundo, provienen de la reflexión que provocó en la gente de poder la lectura de Dickens.

Igualmente (y de eso trata la película), la publicación de Canción de Navidad el 19 de diciembre de 1843 se convirtió, agotando el tiraje de la primera edición en pocos días, en uno de los éxitos editoriales más contundentes de todos los tiempos. Para la Nochebuena de ese año, la mayoría de los londinenses que pudieron pagar el costo de esta novela corta, ya tenían identificado a su Scrooge favorito; algunos hicieron la experiencia mental de la visita de los fantasmas del pasado, presente y futuro replanteando la ley universal de causa/efecto.  El escrito “para salir del paso” de Dickens, se convirtió en un motor de consciencias que cambiaría la manera en que el mundo occidental vería y consideraría a la Navidad para siempre.

Post scriptum: sobre la suerte de Tiny Tim, el sobrino nieto del miserable redimido Ebenezer Scrooge, lean el libro hasta el final. Me lo agradecerán. Según la medicina moderna, el chico probablemente padecía raquitismo combinado con tuberculosis. El 60 por ciento de los niños londinenses padecían la primera y el 50 por ciento tenían signos de la segunda por las catastróficas condiciones laborales y de pobreza; otra de las cruzadas de Dickens que movieron el sistema de salud pública inglés.

Justo de eso platicaba el sábado en la ducha con Jung, Dickens, Scrooge, Adam Smith y Marx, quienes por cierto, se unen a mí para desearles el mejor 2024 que quieran.

IÑAKI MANERO.

Bitácora de Viaje XLI

por NellyG 1 diciembre, 2023

“Cómo deseo poder preguntarte hacia dónde voló el pato salvaje que abandonó la bandada”.

MURASAKI SHIKIBU

 

Dicen que fue casi llegando a su destino, llevando a la familia de vacaciones, cuando se le ocurrió la pieza que le faltaba al rompecabezas.  Dicen que su mente dio media vuelta en el primer retorno, aunque físicamente, el auto, la familia y su cuerpo, siguieron de frente arrostrando las curvas hasta llegar a su destino de fin de semana. Nada ocupaba más su torturado cerebro que la concentración de no olvidar, en las horas que restaban de esos pretendidos días de reposo, los adjetivos, los nombres, las interjecciones que lo convertirían en leyenda. Dicen que llegada la siguiente semana laboral, como autómata emprendió el regreso hacia esa casa de San Ángel. Dicen que se encerró en su despacho fundiéndose con la máquina de escribir, sólo acompañado por el humo y el alquitrán de los cigarrillos que fumaba de manera irredenta. Dicen, los que intimaron con él, que casi muere en la ordalía de escribir cien años en pocos meses. Dicen que algo tuvo que ver Acapulco para que Macondo, ese Aracataca paralelamente dimensional, cobrara vida.

Dicen que murió gritando el grito primario de los Grandes Simios. Por lo menos, el que le inventaron en Hollywood; el que dicen, le salvó la vida una vez en que fue interceptado por barbones revolucionarios en Cuba. Que lo tuvo que gritar para que lo reconocieran y no lo mataran ahí mismo.  Dicen que miraba nostálgico hacia el horizonte y la selva que todavía existe en los montes. Que él era el verdadero y no el burdo lord inglés de Burroughs. Dicen que le gustaban los atardeceres, las puestas de sol. Que así eran en África. En otra vida, en otro universo. John Wayne, Red Skelton, las fiestas interminables y la demencia. Qué mejor lugar para entregarse al recuerdo inventado que ahí, Flamingos. Soñar con rescatar a Jane tirándose por la Quebrada con un cuchillo en la boca y despachando tiburones y cocodrilos, como Don Quijote despachaba dragones y gigantes disfrazados de molinos. Pero así, dicen, sentado en su silla favorita viendo hacia el ocaso que era el suyo. La inigualable puesta de sol de esa película sin fin que es Acapulco.

Dicen que este rey nunca olvidó México; siempre lo llevó en el corazón y admiraba nuestra cultura. Fue de los que pusieron en el mapa al bello puerto gracias a una película inmortal en donde esquiaba, cantaba Guadalajara y en un lance en donde sólo los valientes, se tiró un clavado perfecto en la gran roca ganándose la admiración de un lanchero con el que competía para ganarse el amor de la señorita.  Claro, todo lo anterior en la imaginación de un escritor.  Porque ese rey, dicen, hizo un entripado porque no pudo ir a la bahía más hermosa del mundo por ser considerado persona non grata; un periodista (siempre los periodistas), le inventó, a petición, dicen, del entonces regente del entonces Distrito Federal, que la gran estrella juvenil había comentado que “prefería besar a tres negras antes que a una mexicana”. Dijo la actriz mexicana Elsa Cárdenas, su coestrella, que ella pudo corroborar de primera persona que eso fue una vil calumnia. El filme se rodó en un estudio de Hollywood, en donde todo se puede y todo se recrea, pero como dijo el poeta, “parecido no es lo mismo”, y el Rey, dicen, siempre lamentó no haber estado de Loco en Acapulco.

Pa, ¿ya vamos a llegar?  Sí, el preguntón era yo. De cinco, era yo. Y papá, con toda la flema bilbaína, conociendo que el preguntón era aficionado a las historias, sin despegar, como Dios manda, las manos expertas del volante del Galaxy, a mitad del insufrible Cañón del Zopilote, en tierra de nadie, contaba esas historias de Johnny Weissmuler, Elvis Presley y Gabriel García Márquez teniendo a Acapulco como centro del universo.  Porque, ¿saben?, todos tenemos un Acapulco personal, aún si no estuviste, lo inventaste. Acapulco, “lugar de los carrizos altos” en náhuatl, fue uno de los principales culpables de que el territorio que hoy es México país, fuera una potencia mundial que muy bien se pudo haber desembarazado de España mucho antes por su independencia económica y no, no había paquetes para el Princess, el Ritz, el Elcano o el Papagayo por aquel entonces. Tampoco Abierto de Tenis, Convención Nacional Bancaria o Tianguis Turístico.  Quien piensa que la globalización y las alianzas Asia-Pacífico son fenómenos recientes, mirad otra vez, os lo ruego, a la nao de China y sus valerosas travesías desde Acapulco, hasta las Filipinas para recoger y llevar mercadería. Una bahía amigable para descansar de las tempestades y estratégicamente idónea para el control de ese lado del mar ampliando los horizontes del imperio “en donde no se oculta el sol”. Quien diga que no pasó nada provechoso para el México independiente durante trescientos años de Virreinato, no merece ni un tamarindo enchilado por históricamente miope. Si dicen que París bien vale una misa, Acapulco bien vale que lo rescatemos de las garras de la mezquindad, la avaricia, el abandono. Finalmente, por siglos, naos, festivales de cine, torneos de tenis, convenciones bancarias o escapadas en vocho desvielado en Semana Santa, le otorgan un lugar en la historia de la humanidad que nunca debió perder.

Pa…

Don Enrique miraba de reojos verdes por el retrovisor y sonreía indulgente. El marino que siempre fue, me entendía un poco. Él también quería llegar. De repente me paraba junto a él, silenciosos, en un momento sagrado, contemplando la bahía de Santa Lucía y más allá. Estoy seguro que mi aita también creía ver a lo lejos, ese galeón que nos llevaría a la aventura. Historias de marinos y piratas. Hay un Acapulco para todos.

– Sí, chaval; detrás del último cerro, verás el mar.

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