CUALQUIER TECNOLOGÍA LO SUFICIENTEMENTE AVANZADA ES INDISTINGUIBLE DE LA MAGIA.
– Arthur C. Clarke.
Juan se despertó sobresaltado esa mañana; fue por el detector de humo instalado en el techo de la salita, muy cerca de la ventana. Otra vez, el humo del cigarro de su vecino de al lado disparó el dispositivo demasiado sensible. Como si tuviera tiempo que perder. Apagó el aparato y se movió un par de pasos a su mínima cocina para sacar del refri un plato con comida congelada y deshidratada. No tenía tiempo para más; había que correr a su cita médica. Hacía tiempo que tenía una molestia para respirar y fuertes dolores de cabeza; el médico le había enviado una tomografía computarizada para encontrar la causa e iniciar el tratamiento. Recién la tarde anterior sostuvo la consulta con el otorrino por videollamada. Antes de comer, revisó su medidor de glucosa. Religiosamente, desde niño cuando le diagnosticaron diabetes tipo 1, la disciplina ha sido fundamental para llevar una vida lo más cercano a lo normal y este cacharro de reciente adquisición era un alivio que le evitaba toda la operación del pinchazo. El aparato mide y administra, según convenga.
Mientras salía de su edificio, contempló de reojo las paredes en busca de grietas; había temblado recientemente y quien le vendió el piso, aseguró que éste tenía tecnología antisísmica. Para su alivio, en efecto, no había grietas o fisuras. En la puerta, lo despide el conserje con una sonrisa y el recibo de la luz. Fue muy buena idea convencer a la junta de vecinos de instalar paneles solares en la azotea; la cantidad bimestral bajó considerablemente. Al entrar a la cochera, lo esperaba su automóvil; hubiera jurado que para su mala suerte, se encontraría con una llanta ponchada, pero ahí estaban las cuatro: bien infladas y listas. Sí, cada día las hacen mejor. Al abordar, el asiento del copiloto estaba lleno de palomitas de maíz: lo había olvidado. Anoche, regresando del cine, su novia, en un enfrenón, tiró parte de lo que sobraba en el cartón y se desparramó por todos lados. No importa, de regreso del médico lo limpiaría con la aspiradora portátil inalámbrica que siempre guarda en la cajuela. Por cierto, nota mental, de regreso no debía olvidar pasar por una lata de fórmula para el bebé de su prima que vive en el piso de arriba.
Ya en el hospital, se maravilló del nuevo purificador de aire que instalaron en todo el edificio. Luego de ser recibido por la enfermera, saludó al médico, viejo amigo suyo, quien antes de cualquier cosa, le tomó la temperatura con el termómetro infrarrojo de oído; costumbres que permanecen de la pandemia. Se alegró de que, luego de revisarlo, le dijera que la tomografía no era necesaria. Moviendo ágilmente el ratón de su computadora, le mostró los estudios anteriores y le explicó el tratamiento a seguir. Se despidieron con un abrazo y al dejar el hospital pasó por la tienda de colchones contigua; había promoción en almohadas hechas con espuma viscoelástica, mejor conocida por su término sajón ‘memory foam’, que garantizaba un mejor descanso. No lo pensó y se compró dos. Ojalá le ayuden con su problema de cuello y espalda. Ya en casa y un buen vaso de agua salida del filtro. Increíble cómo el aparato es capaz de producir agua limpia e insípida de la misma humedad ambiental; su abuelo, siempre escéptico, no habría dado crédito. Sacó una de las almohadas, se acomodó en el sofá de la salita, se calzó los audífonos inalámbricos conectados por bluetooth y dejó que girara el mundo. Un mundo plagado de fantásticos desarrollos.
A mediados de la década de los 80, el envío de dos satélites mexicanos de telecomunicaciones, el Morelos I y II, reavivaron el interés por crear una instancia seria y sólida que hiciera despegar a México hacia otras alturas; desde luego, el que el doctor Rodolfo Neri Vela se convirtiera en el primer astronauta de nuestro país al participar en una misión de transbordador espacial para lanzar el segundo de estos satélites y realizar experimentos en órbita, aceleró este proceso que con justicia había iniciado desde finales de los 40 con esa inercia adquirida por estar del lado correcto en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial.
Desafortunadamente, los planes sexenales, la desidia, la corrupción y las taras ideológicas pusieron al proyecto a seguir soñando con las estrellas. Luego del catastrófico sexenio de López Portillo, quien por cierto desapareció la Comisión Nacional del Espacio Exterior, la hazaña del doctor Neri fue el propulsor que esperábamos para que el proyecto venciera la gravedad, pero la cuenta regresiva seguía pareciendo eterna. Finalmente, el 31 de julio, día de San Ignacio, de 2010, a la postre de gravitar entre pesados asteroides y perderse en la tormenta cósmica del proceso legislativo, tomó altura la Agencia Espacial Mexicana.
Hay quienes socarronamente se siguen burlando y pensando que tener una Agencia Espacial Mexicana es una miserable pérdida de tiempo, dinero y esfuerzo. Existen cosas más importantes, dicen. México no tiene la capacidad de enviar astronautas a ningún lugar. No tenemos bases, ni tecnología en cohetería. Es más, estamos a décadas de Brasil, hablando de América Latina, para tener una industria aeroespacial robusta como para fabricar aviones nacionales. Sin embargo, de repente hablamos desde la confusión y la niebla de la ignorancia. El doctor Neri Vela, el doctor norteamericano de ascendencia mexicana José Hernández y recientemente la primera mujer astronauta de nuestro país, Katya Echazarreta, son solo la dignísima parte más visible del esquema. Las naciones que participan en los programas espaciales no necesariamente apuntan a montar torres de lanzamiento en su territorio y plantar sus banderas en planetas del infinito y más allá; Utilizan los recursos de sus brillantes científicos en el desarrollo de nuevas tecnologías que le permitirán al género humano presente y futuro, expandir el conocimiento fuera y dentro de nuestro planeta. Y además…
Juan se quedó dormido soñando con que pronto se graduará como ingeniero aeroespacial. Le emociona la posibilidad de dar un brinco hacia las ligas mayores. Desde niño devora los cuentos y novelas de Asimov, Clarke, Heinlein, Bradbury. Cree firmemente que la investigación hará un mundo mejor. De hecho, su día estuvo poblado de milagros: su bomba de insulina, la comida deshidratada, la aspiradora inalámbrica, el ratón de la computadora, las llantas resistentes, la absorción sísmica para edificios, las células fotovoltaicas, los filtros de agua, el detector de humo, la fórmula para el bebé, el termómetro infrarrojo, la tomografía computarizada, los audífonos inalámbricos o esa almohada de ‘memory foam’ que resultó tan buena compra… todo, porque a alguien, en algún lado, se le ocurrió que la humanidad podría llegar más, mucho más lejos. Por cierto, Juan está trabajando en su proyecto de tesis. Tal vez con algunos ajustes, en unos años, Marte no quedará tan lejos…
Iñaki Manero.