Para un isleño, vivir lejos del mar, del sol, es un castigo.
Hacerlo rodeado de nieve, utilizando cuatro juegos de ropa encima, encerrado entre calentadores, lo es todavía más.
Suena a castigo.
Si Carlos Joaquín piensa que ser embajador es un premio, tardará muy pocos días, horas tal vez, en descubrir la verdad. En darse cuenta de que llegará a una oficina donde no ha habido un centavo, en años, para comprar una silla. Tampoco galletas.
Es decir, el ya exgobernador tendrá que poner dinero de su bolsa, ejercicio que no le gusta mucho, para comprar el café que va a beberse.
En ese clima de frío, congelamiento en todos sentidos, tendrá que hablar permanentemente inglés, lo que no es igual que utilizar otro idioma a ratos; pensar en diferente lengua cuesta trabajo.
¿Y con quién va a trabajar? Con funcionarios que ya están ahí, que ya fueron nombrados por otras personas. No su secretaria, ni el chofer, ni un asistente puede ser nombrado por él. Para las costumbres de un gobernador que todo controlaba está difícil. Funcionarios que tienen sistemas, formas y fondo, diferentes de trabajo. Y que no los cambiaran por su llegada. Incluso horarios, porque si suena el teléfono de emergencia con algún problema de un mexicano, lo despertarán de inmediato.
¿Dónde va a vivir? En una casa, afortunadamente para él, ya alquilada, que ya existe. Esto es una ganancia inmensa. Pero que tampoco ha tenido presupuesto para cambiar enseres, nada se puede comprar en una embajada o consulado sin permiso expreso de la Secretaría de Hacienda; ni siquiera una licuadora o un par de sábanas. Con una tramitología que puede tardar seis meses en aprobarse. Residencia oficial que será 10 veces más pequeña que la casa de gobierno en Chetumal.
Y de coches ni hablemos. No se pueden cambiar, los viejitos que encuentre, lo descuadrados que estén, de cara a los Mercedes de otros embajadores.
A todo lo anterior deberá sumarse la infinita cantidad de correos institucionales que deberá leer y responder, de papeles a firmar, de asuntos de todo tipo que necesitarán su burocrática aprobación.
Sin presupuesto quiere decir sin presupuesto, punto. Sin que haya un centavo que llegue a la Embajada sin estar etiquetado para pagar servicios y sueldos, punto final. Porque ya no le tocó decidir sobre la fiesta del 15 de septiembre. Eso se traduce a que si va a reunirse con empresarios o personas importantes para ese turismo que debe promover, lo tendrá que hacer con su propia tarjeta de crédito. No se le pagará ni un desayuno de trabajo.
Ser pobre franciscano en el frío de bajo cero de Canadá no es el paraíso.